Homilía de Benedicto XVI en la Casa de María en Éfeso
Queridos hermanos y hermanas:
En esta celebración eucarística queremos alabar
al Señor por la divina maternidad de María,
misterio que aquí, en Éfeso, en el Concilio
ecuménico del año 431, fue solemnemente confesado
y proclamado. A este lugar, uno de los más queridos para la
comunidad cristiana, vinieron en peregrinación mis venerados
predecesores los siervos de Dios Pablo VI y Juan Pablo II, quien
visitó este santuario el 30 de noviembre de 1979, poco
después de un año del inicio de su pontificado.
Pero hay otro predecesor mío que estuvo en este
país, no como Papa, sino como representante pontificio,
desde enero de 1935 hasta diciembre de 1944, y cuyo recuerdo suscita
todavía mucha devoción y simpatía: el
beato Juan XXIII, Angelo Roncalli. Sentía una gran estima y
admiración por el pueblo turco. En este sentido, me gusta
recordar una expresión que se lee en su «Diario de
un alma»: «Amo a los turcos, aprecio las cualidades
naturales de este pueblo, que tiene un puesto preparado en el camino de
la civilización» (n° 741).
Dejó, como don a la Iglesia y al mundo, una actitud
espiritual de optimismo cristiano, fundamentado en una fe profunda y en
una constante unión con Dios. Animado por este
espíritu, me dirijo a esta nación y, de manera
particular, al «pequeño
rebaño» de Cristo, que vive en medio de ella, para
alentarle y manifestarle el afecto de toda la Iglesia. Con gran afecto
os saludo a todos vosotros, aquí presentes, fieles de Izmir,
Mersin, Iskenderun y Antakia, y a otros venidos de diferentes partes
del mundo, así como a los que no han podido participar en
esta celebración, pero que están espiritualmente
unidos a nosotros. Saludo en particular a monseñor Ruggero
Franceschini, arzobispo de Izmir, a monseñor Giuseppe
Bernardini, arzobispo emérito de Izmir, a
monseñor Luigi Padovese, a los sacerdotes y religiosas.
Gracias por vuestra presencia, por vuestro testimonio, por vuestro
servicio a la Iglesia en esta tierra bendita, en la que, en sus
orígenes, la comunidad cristiana experimentó
grandes desarrollos, como lo atestiguan también numerosos
peregrinos que vienen a Turquía.
Madre de Dios –
Madre de la Iglesia
Hemos escuchado el pasaje del Evangelio de Juan que invita a contemplar
el momento de la Redención, cuando María, unida
al Hijo en el ofrecimiento del Sacrificio, extendió su
maternidad a todos los hombres, en particular, a los
discípulos de Jesús.
Testigo privilegiado de ese acontecimiento fue el mismo autor del
cuarto Evangelio, Juan, el único de los apóstoles
que permaneció en el Gólgota, junto a la Madre de
Jesús y a otras mujeres. La maternidad de María,
comenzada con el «fiat» de Nazaret, culmina bajo la
Cruz. Si es verdad, como observa san Anselmo, que «desde el
momento del “fiat” María
comenzó a llevarnos a todos en su seno», la
vocación y misión materna de la Virgen con
respecto a los creyentes en Cristo comenzó efectivamente
cuando Cristo le dijo: «Mujer, ahí tienes a tu
hijo» (Juan 19, 26).
Viendo desde lo alto de la cruz a la Madre y a su lado al
discípulo amado, Cristo al morir reconoció la
primicia de la nueva Familia que vino a formar en el mundo, el germen
de la Iglesia y de la nueva humanidad. Por este motivo, se
dirigió a María llamándola
«mujer» y no «madre»;
término que sin embargo utilizó al confiarla al
discípulo: «Ahí tienes a tu
madre» (Juan 19, 27).
El Hijo de Dios cumplió de este modo con su
misión: nacido de la Virgen para compartir en todo, salvo en
el pecado, nuestra condición humana, en el momento del
regreso al Padre dejó en el mundo el sacramento de la unidad
del género humano (Cf. constitución
«Lumen gentium», 1): la Familia
«congregada por la unidad del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo» (San Cipriano, «De Orat.
Dom». 23: PL 4, 536), cuyo núcleo primordial es
precisamente este vínculo nuevo entre la Madre y el
discípulo. De este modo, quedan unidas de manera indisoluble
la maternidad divina y la maternidad eclesial.
Madre de Dios –
Madre de la unidad
La primera lectura nos ha presentado lo que se puede definir como el
«evangelio» del apóstol de las gentes:
todos, incluso los paganos, están llamados en Cristo a
participar plenamente en el misterio de la salvación. En
particular, el texto utiliza la expresión que he escogido
como lema para mi viaje apostólico:
«Él, Cristo, es nuestra paz» (Efesios 2,
14).
Inspirado por el Espíritu Santo, Pablo no sólo
afirma que Jesucristo nos ha traído la paz, sino
además que él «es» nuestra
paz. Y justifica esta afirmación refiriéndose al
misterio de la Cruz: derramando «su sangre», dice,
ofreciendo como sacrificio «su carne»,
Jesús destruyó la enemistad «para crear
en sí mismo, de los dos, un solo Hombre Nuevo»
(Efesios 2, 14-16).
El apóstol explica de qué forma, realmente
imprevisible, la paz mesiánica se realiza en la persona de
Cristo y en su misterio salvífico. Lo explica escribiendo,
mientras se encuentra prisionero, a la comunidad cristiana que
vivía aquí, en Éfeso: «a los
santos y fieles en Cristo Jesús» (Efesios 1, 1),
como afirma al inicio de la carta. El apóstol les desea
«gracia y paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del
Señor Jesucristo» (Efesios 1, 2).
«Gracia» es la fuerza que transforma al hombre y al
mundo; «paz» es el fruto maduro de esta
transformación. Cristo es la gracia, Cristo es la paz. Pablo
es consciente de ser enviado a anunciar un
«misterio», es decir, un designio divino que
sólo se ha realizado y revelado en la plenitud de los
tiempos en Cristo: es decir, «que los gentiles sois
coherederos, miembros del mismo Cuerpo y partícipes de la
misma promesa en Cristo Jesús por medio del
Evangelio» (Efesios 3, 6).
Este «misterio» se realiza, a nivel
histórico-salvífico, «en la
Iglesia», ese nuevo Pueblo en el que, destruido el viejo muro
de separación, se vuelven a encontrar en unidad
judíos y paganos. Como Cristo, la Iglesia no es
sólo un «instrumento» de la unidad, sino
que es también un «signo eficaz». Y la
Virgen María, Madre de Cristo y de la Iglesia es la
«Madre» de ese «misterio de
unidad» que Cristo y la Iglesia representan inseparablemente
y que edifican en el mundo y a través de la historia.
Imploremos paz para
Jerusalén y para todo el mundo
El apóstol de las gentes explica que Cristo es quien
«de los dos pueblos hizo uno» (Efesios 2, 14): esta
afirmación se refiere propiamente a la relación
entre judíos y gentiles de cara al misterio de la
salvación eterna; afirmación, sin embargo, que
puede ampliarse analógicamente a las relaciones entre los
pueblos y las civilizaciones presentes en el mundo. Cristo
«vino a anunciar la paz» (Efesios 2, 17), no
sólo entre judíos y no judíos, sino
también entre todas las naciones, porque todas proceden del
mismo Dios, único Creador y Señor del universo.
Apoyados por la Palabra de Dios, desde aquí, desde
Éfeso, ciudad bendecida por la presencia de María
santísima —que, como sabemos, es amada y venerada
también por los musulmanes—, elevamos al Señor
una oración especial por la paz entre los pueblos.
Desde esta extremidad de la península de Anatolia, puente
natural entre continentes, invocamos paz y reconciliación
ante todo para quienes viven en la Tierra que llamamos
“santa”, y que así es considerada por
cristianos, judíos y musulmanes: es la tierra de Abraham, de
Isaac y de Jacob, destinada a albergar un pueblo que fuera
bendición para todas las gentes (Cf. Génesis 12,
1-3).
¡Paz para toda la humanidad! Que pronto se realice la
profecía de Isaías:
«Forjarán de sus espadas azadones, y de sus lanzas
podaderas. No levantará espada nación contra
nación, ni se ejercitarán más en la
guerra» (2, 4).
Todos necesitamos esta paz universal; la Iglesia está
llamada a ser no sólo su anunciadora profética,
sino más aún su «signo e
instrumento». Desde esta perspectiva universal de
pacificación, se hace mas profundo e intenso el anhelo hacia
la plena comunión y concordia entre todos los cristianos. En
la celebración de hoy, están presentes los fieles
católicos de varios ritos, y esto es motivo de
alegría y alabanza a Dios. Estos ritos son
expresión de esa admirable variedad con la que
está decorada la Esposa de Cristo, a condición de
que sepan converger en la unidad y en el testimonio común.
Para alcanzar este objetivo tiene que ser ejemplar la unidad entre los
ordinarios de la Conferencia Episcopal, en la comunión y
compartiendo los esfuerzos pastorales.
«Magnificat»
La liturgia de hoy nos ha hecho repetir, como un estribillo del salmo
responsorial, el cántico de alabanza que la Virgen de
Nazaret proclamó en el encuentro con su anciana pariente
Isabel (Cf. Lucas 1, 39). También han sido motivo de
consolación las palabras del salmista: «Amor y
verdad se han dado cita, justicia y paz se abrazan» (Salmo
84, v. 11).
Queridos hermanos y hermanas: con esta visita he querido manifestar no
sólo mi amor y cercanía espiritual, sino
también los de la Iglesia universal a la comunidad cristiana
que aquí, en Turquía, es verdaderamente una
pequeña minoría y afronta cada día no
pocos desafíos y dificultades.
Con firme confianza cantemos, junto a María, el
«magnificat» de la alabanza y de la
acción de gracias a Dios, que mira la humildad de su sierva
(Cf. Lucas 1, 47-48). Cantémoslo con alegría
incluso cuando sufrimos dificultades y peligros, como lo atestigua el
bello testimonio del sacerdote romano, el padre Andrea Santoro, a quien
quiero recordar también en nuestra celebración.
María nos enseña que Cristo es la
única fuente de nuestra alegría y nuestro
único apoyo firme, y nos repite las palabras: «No
tengáis miedo» (Marcos 6, 50), «Yo estoy
con vosotros» (Mateo 28, 20). Y tú, Madre de la
Iglesia, ¡acompaña siempre nuestro camino!
¡Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros!
«Aziz Meryem Mesih’in Annesi bizim için
Dua et». Amén.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit
© Copyright 2006 - Libreria Editrice Vaticana]
Extraido de Zenit.org