Disculpas para no escribir

6 de julio de 2006
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    Ayer lo quise hacer desde el bote, cuando tenía que haber surcado a Huicungo por el río; pero no había gasolina. El bote descansó varado en el puerto porque no había gasolina. Tampoco hay harina para cocer el pan de estos días. Y tantas cosas se desean, pero existen imposibilidades que –como al bote- te obligan a seguir amarrado a tus orillas, a tus propios límites.

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.

Hoy llueve, vísperas de cualquier fecha importante a la que tendría que llegar para decir, por ejemplo, “Felicidades” a tu propio padre o a un amigo. Sigo, sin embargo, llegando tarde a todas esas citas. No regularizo mi respiración ni recupero el ritmo normal de mis pasos. Como la de un perro cansado, mi lengua jadea. Cuando dentro de la jornada habitual de trabajo pienso que voy a ser capaz de ponerme a escribir, dando silencio a otras cosas, se me olvida la fatiga del sol de mediodía. Pero cuando llega la noche, es decir: el momento de robarle minutos a al sueño, se me hace más difícil cumplir mi propósito. La luz también acaba por marcharse. No es que el deseo de escribir haya disminuido, pero se enfrenta –impotente- al peso de mis párpados que, fatigados, me empujan a la cama. Tengo pereza de encender la vela de débil luz y amarillenta, que encendiera a la vez las palabras de mi espíritu: calientes palabras para entregároslas, dispuestas siempre para llevarme en ellas hacia vosotros. Con tristeza abro la puerta hacia el sueño, y allá –en un rincón de no sé dónde- la máquina de escribir se queda sola. La carne es sólo y nada más que eso: carne y barro. Y sin embargo: “Felicidades,  papá, mamá, amigos… Mañana estaré a tu lado, a vuestro lado… aunque esta carta aún no haya nacido”. Para esa sed, bebamos juntos el jugo de maracuyá fresco que había preparado.

    De cuántos modos se puede escribir una carta, ¿verdad? Y cuántos también los motivos que empujen a hacerlo, ¿no? Porque hay momentos… momentos en los que minutos escasos de un único día se hacen como siglos; y vives tanto en tan poco tiempo, que envejeces sin quererlo. Ahora, la trágica normalidad ha regresado al pueblo en ruedas de porras y fusiles. Y la paloma de la paz que no existe, la pintan en cada fachada obligándote a creer –si es que quieres seguir viviendo-  que es cierto y que esa paloma sonríe con su pico de laurel marchito. Porque ahora mismo el descontento popular ha crecido. La comida está difícil. No tenemos gasolina, nos falta la luz. Desde hace por lo menos doce días no encontramos ni siquiera un huevito para hacer nuestro desayuno…     

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