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También dentro de la Iglesia nos hacemos daño

Salvador León Belén -
Antes de la Santa Misión me sentía desanimada, destrozada y con mucho dolor. Algunas personas dentro de la iglesia nos hacemos daño. No comprendía porqué pasaba esto. Acaso tenga que aceptar que también entre nosotros existen celos, rivalidades, envidias, protagonismos, difamaciones, desprecios. Nunca había vivido tan de cerca todo esto. Me pregunto por qué nos hacemos tanto daño y no encuentro una respuesta que me convenza. Preguntas que dirigía a Dios y no respondía. Le pedía también que pudiera perdonar a las personas que me habían ofendido y separado del resto de la comunidad. Con su ayuda llegué a no sentir odio; tampoco rencor; pero cuando las veía, el dolor volvía y me destrozaba.

No pensé participar en la misión porque no quería volver a sufrir otra vez. Me cambié a la Iglesia de Nueva Jerusalén y dejé la comunidad de S. Cristóbal. El P. José, párroco de La Lima, así me lo aconsejó y me preparé para ser misionera evangelizadora para la misión. Tuvimos también la dicha de hospedar y acoger al P. Misionero en nuestra casa. Nos lo pidió María, la Delegada de la Palabra. Toda mi familia aceptó con alegría la petición. Desde ese momento, sentí que se iluminó mi vida. Fue para toda mi familia un regalo especial de Dios.

Días antes de empezar la misión me enfermé; me sentía físicamente muy mal; pensé que no iba a poder participar, ya que me tocaba andar con el misionero y no podía. Asistí a una reunión de catequistas de niños para prepararme para la Misión Infantil, aunque yo estoy participando en la catequesis de jóvenes. Dos catequistas de niños no podían asistir a las reuniones por causa de sus trabajos. No había quien diera los temas. En ese momento sentí el llamado del Señor y acepté, aún sabiendo que iba a ser un trabajo fuerte porque eran dos jornadas en la mañana y tarde durante cinco días. Con la fuerza del Espíritu pude realizar lo que se me encomendó. Con otra catequista fuimos a la escuela para invitar a los niños. La sorpresa fue grande porque a la convocatoria respondieron alrededor de cien niños.

En la mirada de cada niño Jesús me miraba, me hablaba, me atraía. En sus miradas, como en la de mi hija, descubro la ternura y el amor de Dios. Esos niños, sus respuestas, sus palabras, sus movimientos... me estaban cambiando. Dios me permitió, a través de ellos, irme reconstruyendo desde los pies hasta la cabeza. El dolor se había transformado en vida. Ahí estaban también las huellas de Jesús en las huellas de cada niño, en sus besos, en sus sonrisas, en sus abrazos.

En la Eucaristía de comunidad de comunidades se encontraban todas las personas de la comunidad vecina que tanto daño me habían hecho. Las vi, pero ya no sentía dolor en mi corazón; ya las heridas habían sido sanadas; el momento de la paz es testigo de mi reconciliación. Ellas también me dieron la mano sin resentimientos, sin distancias, como pidiéndome perdón. El Señor me dio la fuerza y la oportunidad de perdonar a la persona que más daño me hizo. Esos son los pequeños milagros de la santa Misión; y yo he sido testigo de ellos.

Ana Hernández     
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