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Ortodoxia generosa

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -

Existe un dicho atribuido a Atila el Huno, caudillo del siglo V, infame por su crueldad,  que reza de este modo: Para que yo sea feliz, no sólo importa tener éxito; importa también que todos los demás fallen. Sospecho que Atila el Huno no fue el autor de ese dicho; pero no importa, eso nos da una lección.  

Los Evangelios nos dicen que la misericordia de Dios es ilimitada e incondicional, que Dios no tiene favoritos, que Dios es equitativamente solícito por la felicidad y salvación de cada uno, y que Dios no raciona su don del Espíritu. Si eso es verdad, entonces necesitamos preguntarnos por qué tendemos tan frecuentemente a retener en nuestros juicios, especialmente en nuestros juicios religiosos, el Espíritu de Dios donado a los demás. Cerramos los ojos al hecho de que a veces hay en nosotros un  poco de Atila el Huno.

Por ejemplo, ¿qué propensos somos a pensar de esta manera? ¡Para que mi religión sea la verdadera, me resulta importante que otras religiones no sean verdaderas! Para que mi denominación cristiana sea fiel a Cristo, resulta importante que todas las demás denominaciones sean consideradas menos fieles. Para que la Eucaristía en mi denominación sea válida, resulta importante que la Eucaristía en otras denominaciones sea inválida o menos válida. Y, ya que estoy viviendo una cierta fidelidad basada en mi fe y vida moral, me resulta importante que todos los demás que no están viviendo tan fielmente no vayan al cielo o sean asignados a un lugar secundario en el cielo.  

Bueno, nosotros no somos los primeros discípulos de Jesús en pensar de este modo ni ser desafiados por él en nuestras tendencias de Atila el Huno. En verdad, esta es una buena parte de la lección que nos da la parábola de Jesús con relación a un supergeneroso hacendado que pagó a cada uno el mismo generoso jornal sin mirar lo mucho o poco que cada uno había trabajado.

A todos nos es bien conocida esta historia. Un hacendado sale una mañana y contrata a trabajadores para que trabajen en sus campos. Contrata a unos al romper el día, a otros a mediodía, a unos más a media tarde, y a otros  una sola hora antes de recoger. Después les paga a todos el mismo jornal, bien generoso. Se comprende que aquellos que trabajaron durante todo el día se sintieran resentidos, quejosos, dado que (por más que su jornal era de hecho bien generoso) creían que resultaba injusto para con ellos por el hecho de que los que habían trabajado mucho menos recibieran también un jornal igualmente generoso. El hacendado responde diciendo al querellante: “Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No te ajustaste en este jornal? ¿Por qué tienes envidia de que yo sea generoso?” (Mt 20, 1-16)

Daos cuenta de que Jesús se dirige como “amigo” al que formula la queja. Eso es una alusión a nosotros, los que estamos realizando fielmente el trabajo de todo el día. Notad que su tono es cálido y delicado. En cambio, su desafío es menos cálido y delicado: ¿Por qué estás celoso de que Dios sea supergeneroso? ¿Por qué es importante para nosotros que, por estar haciendo las cosas bien, Dios deba ser duro con los que no lo hacen igual? Declaración total: a veces me imagino, después de haber vivido una vida de celibato, entrando en el cielo y encontrándome allí con el más famoso playboy del mundo y preguntando a Dios: ‘¿Cómo entró este aquí?’, y a Dios respondiendo: “¡Amigo, no es el cielo un lugar maravilloso! ¿Tienes envidia de que yo sea generoso?” ¡Quién sabe, incluso podríamos encontrarnos allí con Atila el Huno!

Uno de los valores esenciales mantenido por cierto  grupo de cuáqueros es algo que   denominan ortodoxia generosa. Me encanta la combinación de esas dos palabras. La generosidad habla de apertura, hospitalidad, empatía, amplia tolerancia y de sacrificar algo de nosotros mismos por los demás. La ortodoxia habla de ciertas verdades no negociables, de guardar los límites convenientes, de mantenerse fiel a lo que crees y de no comprometer la verdad por ser cauto. Estas dos son consideradas frecuentemente como opuestas entre sí, pero su destino es estar juntas. Mantener el fundamento en nuestra verdad, guardar los límites propios y rehusar  comprometernos aun a riesgo de no ser complacientes es un lado de la ecuación, pero la ecuación total nos requiere ser también totalmente respetuosos y corteses con relación a la verdad de otras gentes, amadas creencias y fronteras.

Y esto no es un sincretismo malsano si lo que la otra persona mantiene como verdad  no contradice lo que nosotros defendemos, aunque podría ser muy diferente y quizás, a nuestro juicio, no estar casi tan completo y rico como lo que mantenemos.

Así que tú puedes ser cristiano, convencido de que el Cristianismo es la expresión más verdadera de la religión en el mundo, sin hacer el juicio de que las demás religiones sean falsas. Puedes ser católico romano, convencido de que el Catolicismo Romano es la más verdadera y completa expresión del Cristianismo y de que tu Eucaristía es la presencia real de Jesús, sin hacer el juicio de que otras denominaciones cristianas no sean expresiones válidas de Cristo y no tengan una Eucaristía válida. No existe ninguna contradicción ahí.  

¡Puedes tener razón, sin que eso suponga que todos los demás estén equivocados!

    
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