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La Hermosura y la Alegría de un Número Perfecto

Ron Rolheiser (Traducción Carmelo Astiz, cmf) -

Hoy en día no atribuimos mucho simbolismo a los números. Se mantienen todavía algunos pocos vestigios (la mayoría supersticiosos) de otros tiempos, tales como considerar el número siete como fuente de fortuna y el trece como fuente de desdicha. Para la mayoría de la gente, para nosotros, los números son arbitrarios.

No siempre ha sido así. En los tiempos bíblicos se otorgaba muchísimo sentido a ciertos números. Por ejemplo, en la Biblia, los números cuarenta, diez, doce y cien son sumamente simbólicos. El número cuarenta, por ejemplo, habla de la duración del tiempo requerido antes de que algo pueda llegar a buen término, mientras los números diez, doce y cien hablan de una cierta “plenitud” requerida para apropiarse de una gracia concreta de manera adecuada.

Sabiendo que los antiguos otorgaban especial significado a ciertos números, es de suma importancia el entender una historia muy retadora, pero descuidada, en los evangelios, a saber, la parábola de la mujer con las diez monedas (Lc 15,8-10). Sin captar el simbolismo de los números, esta parábola pierde su significado.

He aquí la parábola tal como nos la ofrece la Escritura: Una mujer tenía diez monedas y perdió una. Se puso sumamente nerviosa y turbada por la pérdida, y comenzó a buscar la moneda perdida de forma desesperada e implacable, encendiendo lámparas, rebuscando debajo de las mesas y muebles y barriendo todos los suelos de la casa. Por fin encontró la moneda; y la alegría al encontrarla igualó a su turbación al perderla. Estaba loca de alegría. Llamó a todos sus vecinos para que participaran de su alegría y dio una fiesta que excedió con creces el valor de la moneda perdida.

¿Por qué tanta angustia y tanta alegría por la pérdida y por el hallazgo de una moneda cuyo valor no excedía los diez centavos? La respuesta se basa en el simbolismo de los números: En su cultura, el nueve no era un número pleno, perfecto; el diez sí lo era. Tanto la ansiedad de la mujer al perder la moneda, como su alegría al encontrarla, tienen poco que ver con el valor de la moneda misma. Tienen mucho que ver, sin embargo, con el valor de la “plenitud”, de la “integridad total”. Un algo de la plenitud de su vida se había resquebrajado, y, solamente encontrando la moneda, podría ser restaurado.

En esencia, ésta es la parábola: Una mujer tenía diez hijos que constituían su familia. Con nueve de ellos guardaba muy buena relación, pero una de sus hijas acabó alejada de ella y de su familia. Todos los demás se reunían regularmente en torno a la mesa familiar, pero esa hija distanciada nunca acudía. La madre no podía gozar de tranquilidad en aquella situación: sentía fuerte necesidad de que su hija volviera a reunirse con todos. Probó todos los medios para reconciliarse con ella y, un día, milagro de milagros, la cosa funcionó. Su hija se reconcilió con ella y volvió a la familia. La familia estaba completa de nuevo; todos sin excepción habían vuelto a la mesa familiar. La madre estaba rebosante de alegría; retiró del banco sus modestos ahorros y dio una fiesta espléndida para celebrar la inmensa gracia de que su familia estaba completa de nuevo.

Encontramos aquí una lección importante: Se supone que nosotros, como aquella mujer, estemos también inquietos, que no podamos descansar, encendiendo lámparas y buscando, hasta que nuestras familias, iglesias y comunidades estén de nuevo completas y aquellos que ya no se sientan a la mesa con nosotros estén de vuelta en el redil. Nueve no es un número completo, perfecto…, y tampoco lo es el número de los que se sientan normalmente a la mesa de nuestra familia o a la mesa de la Eucaristía. Deberíamos estar constantemente inquietos y preocupados: ¿Quién falta a la mesa con nosotros? ¿Quién ya no viene y se reúne con nosotros en la iglesia? ¿Quién se siente incómodo celebrando con nosotros? ¿Quién no se unirá a nosotros en una conversación sobre moralidad o sobre política? Y, lo más importante, ¿nos quedamos acaso tranquilos ante el hecho de que tanta gente ya no se una a nosotros en nuestras mesas de familia, de eucaristía, de moral o de política?

Es triste comprobar que hoy en día demasiados cristianos nos quedamos tranquilos en las familias, en las iglesias y en las comunidades, cuando es un hecho que éstas se ven lejos, muy lejos, de estar completas. A veces, en nuestros momentos menos reflexivos, hasta nos alegramos de ello: “¡Ya era hora de que se fuera! ¡Ámanos o déjanos de una vez! ¡De todos modos, no era realmente católica! ¡Sus puntos de vista son tan estrechos e intolerantes que da lo mismo que no esté aquí con nosotros! ¡Nos encontramos mejor sin esa clase de gente! ¡De esta manera gozamos de más paz! ¡A causa de su ausencia formamos una familia o una comunidad más pura, más fiel!”

Pero es esta actitud excluyente y la falta de un sano interés por la “plenitud” lo que explica, quizás más que ninguna otra cosa, la falta de alegría y la dureza que hoy son tan evidentes en todas partes en nuestras familias, iglesias y círculos políticos. A diferencia de Jesús, cuyo corazón padecía por llevar a cabo la voluntad salvífica y universal de Dios y que, llorando, oró por aquellas “otras ovejas que no son de este rebaño”, y a diferencia de la mujer que perdió una de sus monedas y que no dormiría hasta que todos los rincones de la casa estuvieran patas arriba en busca desesperada de lo perdido, nosotros nos quedamos tan contentos y campantes con sólo nueve monedas, serie incompleta, en vez de salir con honda preocupación en busca de la “totalidad integral” perdida, que nos traería de nuevo  “plenitud total” y alegría.

    
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