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Giovanni Papani (1881 – 1956)

Ángel Sanz Arribas, cmf -
“Ahora que Dios me ha vencido,
redescubro signos de fuego que no me
 quemaron  porque no quise detenerme

Querido Giovanni:

    Dicen que eres el rey de la paradoja. Te llaman desconcertante, rebelde, provocador, anárquico, incorruptible. Constatan que has escrito sesenta libros y centenares de artículos sobre los temas más variados: saltas con pasmosa agilidad de la poesía a la historia, del cuento a la filosofía, de la apologética a la crítica literaria o a las alegorías morales. Pero ¿dónde está el verdadero interés de tu biografía? Un día afirmaste: "Si un hombre cualquiera, incluso vulgar, supiera narrar su propia vida, escribiría una de las más grandes novelas que jamás se haya escrito". Que tú no eres un hombre vulgar, está claro; que sabes narrar tu vida parece indiscutible. ¿Cómo extrañarse de que tu Diario sea una novela fascinante?

    Confiesas, por ejemplo: "Me encuentro casi ciego por haber contemplado demasiado el fulgor de Dios. He quedado casi sordo por haber escuchado demasiado el trueno de su Palabra. Pero he obtenido un premio: la mente sabe ahora ver más lejos, y el corazón logra percibir mejor las más suaves voces del afecto".

    Cierto que tus padres -modestos tenderos de muebles- sólo pudieron costear tus estudios hasta el grado de maestro elemental. Pero ese nivel podías elevarlo con tu inteligencia privilegiada, tu insaciable curiosidad y tu desmesurada afición por el estudio. Más grave fue que tu padre, ateo militante, te inoculara sus ideas hasta obligarte de niño a salir de la escuela durante la clase de religión. Se explica así que muy joven proyectaras ensayos con el título de Memorias de Dios, relegando la Divinidad a cosa del pasado para no desmerecer de aquel que poco antes había lanzado su famoso grito: "¡Dios ha muerto!".

    Lees, reflexionas, escribes. Te unes a quienes cultivan el sueño romántico de suplantar a Dios. Y topas con él.  El Hombre acabado, que  más que el título de un libro tuyo resulta ser la confesión de un drama personal. Avanzando por ese camino te encuentras con que la mano del hombre termina topando con un muro: "La ascensión de mí mismo se había detenido, ya que había fracasado, no era un periodo, era mi persona la que se acababa... Aquí yace un hombre que quiso ser Dios".

    Luego descubres a San Agustín, a quien años después dedicarás un libro entero: "fue, con Pascal, el único escritor cristiano a quien yo leí con admiración no tan sólo intelectual". Lo veías aficionado a la palabra, inquieto, buscador de la verdad. Como tú. Aunque reconoces que te parecías a él  "como una hormiguita alada puede asemejarse a un cóndor". Te alentaba el que este hombre, tan cercano a ti en las debilidades, hubiese llegado a "renacer y a rehacerse".  Y es emocionante oírte ya en tu madurez: "Si una vez lo admiré como escritor, hoy lo quiero como un hijo quiere a su padre".  

    Aprendes lenguas y te distingues por la agudeza de tus análisis. Descartar a Dios, dejarlo enterrado en el cementerio como un difunto cualquiera, te parecía demasiado burdo. Tu libro póstumo, El Segundo Nacimiento, que relata con detalle tu itinerario interior, es la narración de un milagro. Tenías que revisar las enseñanzas paternas, liberarte de prejuicios y abrir la mente y el corazón a la verdad, al amor, al misterio, aceptando las luces del maestro interior y la palabra de los sencillos. Sí, sí: ¡la palabra de los sencillos! Nunca lo olvidarías.

    Porque este segundo nacimiento, el de la fe, tiene lugar en el trato con aquella gente noble, elemental y laboriosa de la Toscana. Una de las 'razones' que te movieron a la conversión fue la sencilla cruz que se elevaba frente a tu casa de Bulciano, "una cruz negra, de madera, plantada en la roca; no grande, un muchacho podría apenas ser crucificado en ella; no rica, no bella, ni aterradora". ¡Aquella cruz! Y más si cabe aquella gente: "Sólo al lado de los hombres del pueblo, de este pueblo mínimo y pobre, he vuelto a tomar conciencia de mi naturaleza y de mi destino de hombre, de mi humanidad entera".

    Hay anécdotas que valen por una historia. Un día, con qué emoción lo recuerdas, vas por la calle con un amigo ateo, el cual, al mendigo que les pide limosna, le ofrece una moneda de oro, exigiéndole primero una blasfemia. El mendigo os da la espalda en silencio. Un gesto tan digno y elocuente pone en crisis tu afectada seguridad. Otro día será el joven Midio. Después de hablar de la resurrección de Cristo y del cristiano, muere pronunciando con dulzura tu nombre: "¡Giovanni!". Demasiado, ¿no crees? En otra ocasión, te llaman para bautizar a un niño que va a morir... Y encima, la joven que te lleva al matrimonio, se va convirtiendo para ti en una exigencia de oración. Hacía falta "ponerse de rodillas, orar con los labios, a fin de que el hombre, orgulloso, que no quiso someterse a Dios, fuera sometido ahora a la creatura". No es preciso que digas más. Ya lo dijiste un día resumiendo toda tu experiencia: "Ahora que Dios me ha vencido, redescubro, volviendo a remontar los caminos de mi vida, signos de fuego que no me quemaron porque no quise detenerme. Me parecían olvidados, pero eran reflejos de la llama insumisa de Pentecostés".

¿No es verdad que tu Historia de Cristo fue como un fogonazo que expresaba tu necesidad irreprimible de sorprender al Maestro, de mirarle fijamente a los ojos, aunque ese encuentro fuera "sólo un relámpago en el cielo o una luz en la noche"? Lo dices de muchas maneras: "Queremos ver esos ojos que taladran la pared del pecho y la carne del corazón”. Sin embargo, aquel escrito, traducido inmediatamente a doce idiomas, brotaba de la convicción de que la presencia de Cristo lo llena todo, todo, ¡todo!, porque "hasta las blasfemias son involuntario recuerdo de su presencia". Algunos se negaban a creer que después de haber errado "por todos los caminos del absurdo" deseoso de llegar al "ateísmo integral", pudieras concluir tu ‘Oración a Cristo’, que culmina la obra, con estas palabras: "Todo el amor que podamos obtener de nuestros corazones devastados será para ti, ¡oh Crucificado!, que fuiste atormentado por amor nuestro y ahora nos atormentas con todo el poderío de tu implacable amor".

    Tus preocupaciones más hondas se van materializando en escritos, que vienen a ser como espejos en los que te descubres a ti mismo y que luego ofreces a los demás por si caso les sirven. Ahí está, por ejemplo, el Juicio Universal, donde muestras a la Humanidad entera, en un desfile de personajes, rindiendo cuentas de sus pasiones, vicios y virtudes para permitir que cualquier lector se asome, a través de estas vidas, al fondo de su propia conciencia.        

    Ya sé que con tu libro El Diablo, lanzas una china en el lago de la ortodoxia y consigues que se agiten las aguas. Admites con Baudelaire que la más fina táctica del Diablo consiste en persuadirnos de que no existe. Tu posición es clara, aunque tu enfoque, sin duda original, resulta cuando menos desconcertante. Imaginarse al Diablo diciendo "Padre, perdóname"; verle incluso "mantener relaciones amistosas con Cristo", es caer sutilmente en la trampa que quieres superar. ¿O se trata, como piensan algunos, de una forma astuta de provocación por la que lanzas, a la manera de Tomás de Aquino el "videtur quod non"  [parece que no] seguro de que algún otro gritará más fuerte el "sed contra" [por el contrario]? Lo cierto es que con tu experiencia de fe, tu agilidad literaria y el vigor de tu temperamento eras capaz de agarrar al lector por la solapa y sacudir su conciencia y su sensibilidad. Y siempre desde una actitud inquebrantable: “La salvación que todos buscan a tientas no puede estar más que en tu Reino".

    Recuerdo ahora tu final. Casi ciego desde 1935, ciego total desde 1951 y paralítico de brazos y piernas, pides a Dios lucidez de mente a cambio de tanta ruina física y él te la concede. Y te regala además, con la solicitud y el cariño de Jacinta, tu mujer, y de Viola, tu hija, la vivacidad de Anita Paszkowski, la nieta capaz de descifrar en los signos, más o menos perceptibles de tu rostro, una frase, un pensamiento, todo un discurso, que tu gente espera y lee con pasión. Por fin vuelas a la otra orilla, mientras atiendes con tu nombre de terciario –Buenaventura- la oración que te recita un franciscano amigo.     
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