El dinero (denario) de la gratuidad (Mt 20,1-16)

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No sé si el dueño de la viña que contrató obreros a lo largo de la jornada y pagó el mismo salario a todos pasaría con éxito una inspección laboral. El hipotético inspector tal vez encontraría un fraude al constatar que los jornaleros contratados al despuntar la aurora, que «han cargado con el peso del día y del bochorno» (Mt 20,12), reciben la paga de un denario, exactamente igual que los trabajadores de última hora, los que fueron contratados por el patrón ya al caer la tarde. ¿Es esto justicia? ¿No existirá un fraude laboral? Al menos es lo que alegan los primeros que fueron contratados: «Estos últimos han trabajado sólo una hora y los ha tratado igual que a nosotros, que hemos cargado con el peso del día y el bochorno» (v. 12). El propietario replica que no ha cometido ninguna injusticia (v. 13). ¿De qué justicia habla el evangelio?

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.Nadie había contratado a los que estaban parados aún hacia las cinco de la tarde (a la hora undécima, v. 7). Nadie se ha ocupado de ellos: ni los fariseos ni los qumranitas, por ejemplo. El propietario de la viña dice a estos parados «de larga duración» lo mismo que había dicho a los que había contratado a lo largo del día: «Id también vosotros a mi viña» (v. 7). En este caso el texto no habla de salario: al no trabajar más que una hora no podían aspirar a un verdadero salario.

El día caía a la hora duodécima, es decir, hacia las seis de la tarde. El capataz (posiblemente una alusión a Cristo) comienza a pagar a los jornaleros. Los que fueron enviados a la viña a última hora, sin que se hubiera convenido ninguna retribución con ellos, reciben un denario; la misma paga que había sido apalabrada con los trabajadores de primera hora. Todo está literariamente dispuesto para que éstos, los primeros contratados, murmuren contra el propietario (v. 11). Aun siendo unos privilegiados, protestan instintiva y airadamente contra aquellos que, sin tener nada, han sido agraciados con la soberana bondad del dueño de la viña. El evangelista ya había dicho anteriormente: «Y serán numerosos los primeros que serán los últimos» (19,30), con una posible alusión al juicio final. En la escena de la viña, no hay que esperar al juicio final para se inviertan las situaciones. Es la generosidad inesperada del dueño de la viña la que pone a cada trabajador en su sitio. Los últimos llamados son los primeros agraciados. Si los primeros obreros se hubiesen alegrado de la generosidad regia, todos estarían en primera fila; no habría habido ocasión para distinguir entre primeros y últimos.

Puede ser que el proceder del dueño de la viña, decía, fuera sancionado por inspectores laborales, por no adecuarse el salario a las horas de trabajo. Este criterio no es válido para el evangelio. El dueño de la viña, Dios, no se atiene a la justicia legal. Él quiso que su soberana bondad llegara ante todo a los pecadores y paganos. Poco cuenta la justicia de la ley cuando somos justificados por la fe en Cristo el Señor. «¡Todo es gracia!», proclama «El Cura de aldea» de Bernanos. Efectivamente, todo es gracia; y la gracia nos iguala a todos en el amor: amor a todos los humanos; también a los que han sido llamados a última hora. Es éste un capital precioso: el de la gratuidad.

Para pensar:
 

En las bienaventuranzas Jesús proclama que el dominio de Dios, tanto tiempo esperado, ha comenzado. Ante el asombro de todos, Jesús dice que la Buena Nueva de este señorío de Dios es primariamente dirigido a los pobres, a los afligidos, a los hambrientos, a los pecadores y a los publicanos, a los pequeños y a los ignorantes. Los ricos se creían bendecidos por Dios, los fariseos se creían justos ante los ojos de Dios, los escribas estaban convencidos de conocer, en toda circunstancia, la voluntad de Dios. Por esto, se apropiaban la prioridad de las bendiciones del reino prometido. Miraban a los demás con desprecio. Pero Jesús enseña que la preferencia de Dios es para los afligidos, para los tristes, para los que lloran. Al dirigirse a ellos, piensa en la pena, la miseria y la humillación que caracteriza la vida de esas gentes. Los considera bienaventurados, no por su pobreza, su hambre o sus sufrimientos inhumanos, sino porque Dios se preocupa especialmente de su suerte+ (Id, o. c., 272).

    

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