Hay una pregunta sobre la bondad de Dios tan vieja como la religión misma: ¿Cómo puede un Dios que es todo bondad enviar a alguien al infierno para toda la eternidad?

Hay una pregunta sobre la bondad de Dios tan vieja como la religión misma: ¿Cómo puede un Dios que es todo bondad enviar a alguien al infierno para toda la eternidad?
Ricos y los pobres se arrodillan juntos, unos al lado de otros, todos iguales.
Los liberales necesitan de los conservadores; los conservadores necesitan de los liberales; la sociedad y la iglesia necesitan de ambos.
La novia, joven, estaba maravillosamente radiante y sana, pero era una superviviente de cáncer.
La mayoría de los cantos románticos de amor expresan de hecho enfáticamente una frustración o desencanto que viene a ser preludio del amor.
Hay historias fuertes de mujeres fuertes, cada una de ellas con suficiente sabiduría y fe para rebajar el falso sentimentalismo que tan fácilmente puede paralizarnos frente al contratiempo o a la muerte.
Cuando tenía yo veintitantos años, pasé un año como estudiante en la Universidad de San Francisco. Justamente acababa de ordenarme sacerdote e intentaba sacar un título de posgrado en teología.
Cada sueño, cada ideal, al final acaban crucificados. ¿De qué modo? Por el tiempo, las circunstancias, la envidia; y por ese dictado curioso y perverso –de alguna manera innato en el orden de las cosas– que asegura que hay siempre alguien o algo que no puede partir a gusto a solas, sino que, por razones muy suyas, tiene que partir cazando, persiguiendo y golpeando a lo que es bueno.
La verdad se nos hace encontradiza de diferentes maneras. A veces aprendemos lo que algo significa, no en el aula o en la clase, sino en un hospital.
No todo temor se crea y desarrolla igual, al menos no en el ámbito religioso. Hay un miedo que es saludable y bueno, signo de madurez y de amor. Como hay también un miedo malo, que bloquea la madurez y el amor. Pero esto hay que explicarlo.
Estamos rodeados por muchas voces. Rara vez hay un momento en nuestra vida, durante el día, en el que alguien o algo no nos esté llamando, y en el que, aun en las horas de sueño, los sueños y pesadillas no llamen nuestra atención.