En su discurso de despedida en el Evangelio de Juan, Jesús nos dice que se marcha pero que nos dejará un regalo de despedida, el regalo de su paz, y que experimentaremos este regalo en el espíritu que nos deje tras de sí.
En su discurso de despedida en el Evangelio de Juan, Jesús nos dice que se marcha pero que nos dejará un regalo de despedida, el regalo de su paz, y que experimentaremos este regalo en el espíritu que nos deje tras de sí.
Hace hoy veinte años, tratando de digerir los acontecimientos del 11 de septiembre, escribí esta columna. Dos décadas después, mi reacción es la misma. Aquí está la columna.
Recientemente, en un taller, una mujer compartió su ansiedad por la muerte de su hermano. Su hermano mayor había muerto a causa del Covid antes de que hubiera vacunas para él, y había muerto porque se había expuesto peligrosamente a contraer el virus.
Nada se asemeja tanto al lenguaje de Dios como el silencio. Lo dijo el maestro Eckhart. Y entre otras cosas, nos dice que hay un trabajo de profundización interior que sólo puede hacerse en el silencio, a solas, en la intimidad.
En un número reciente de la revista Comment, Timothy Keller, teólogo y pastor de la Iglesia Presbiteriana del Redentor en la ciudad de Nueva York, escribió un perspicaz artículo titulado "El declive del perdón", en el que destaca cómo, cada vez más, el perdón está siendo visto como una debilidad y una ingenuidad.
Leyendo recientemente las Cartas de Dorothy Day, me topé con esta frase, "sin duda necesitamos un Savonarola así como un San Francisco". Ella hablaba de lo que la espiritualidad necesita para ser sana y equilibrada. Eso desencadenó algo dentro de mí, algo que nunca he podido resolver.
Un amigo mío cuenta esta historia: Era hijo único. Cuando se acercaba a los treinta años, aún soltero, cursando brillantemente una carrera y viviendo en la misma ciudad que sus progenitores, su padre murió, dejando a su madre viuda. Esta, que había centrado su vida en su familia y en su hijo, quedó comprensiblemente desolada. Gran parte de su mundo se derrumbó; había perdido a su esposo… pero aún tenía a su hijo.
Cuando Jesús instituyó la Eucaristía en la Última Cena, alzó el pan y el vino como dos elementos en los que hacerse especialmente presente entre nosotros. Desde entonces, hace ya más de 2000 años, los cristianos que celebramos la Eucaristía utilizamos las mismas dos cosas, el pan y el vino, para pedir a Cristo que bendiga este mundo y traiga a nuestro mundo la presencia especial de Dios. ¿Por qué dos elementos? ¿Por qué pan y vino? ¿Qué realidad representa cada uno?
La Escritura nos dice que en esta vida no tenemos ciudad duradera. Es cierto. Pero, al parecer, tampoco tenemos una casa, una escuela, un vecindario, un pueblo, una dirección con código postal, ni casi nada que sea duradero. Al final, nada dura.
Todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo. Estas palabras de Jesús se aplican no sólo a los que están ordenados al ministerio y administran el sacramento de la Reconciliación, sino a todos los que formamos parte del cuerpo de Cristo. Todos tenemos el poder de atar y desatar.
La historia bíblica de Saúl es una de las grandes tragedias de toda la literatura. La historia de Saúl da ocasión a que Hamlet se parezca a un personaje de Disney. Hamlet, al menos, tenía poderosas razones para la amargura que le cercaba. A Saúl, dado el comienzo que tuvo, le tenía que haber resultado mejor, mucho mejor.