Una herida antinatural

11 de agosto de 2025

Pocas cosas en la vida son tan difíciles como la muerte de una persona joven, especialmente la de un hijo propio. Hay muchas madres y padres con el corazón roto, que han perdido a una hija, a un hijo o a un nieto. A pesar del paso del tiempo e incluso del consuelo de la fe, con frecuencia queda una herida que no cicatriza.

Hay una razón por la que esta herida es tan persistente, y no radica tanto en una falta de fe, sino en cierta carencia en la propia naturaleza. La naturaleza nos prepara para la mayoría de las situaciones, pero no nos prepara para enterrar a nuestros hijos.

La muerte siempre es dura. Tiene una definitividad e irrevocabilidad que cauterizan el corazón. Esto es cierto incluso si la persona que ha muerto era anciana y había vivido una vida plena. En última instancia, nada nos prepara del todo para aceptar la muerte de quienes amamos.

Pero la naturaleza sí nos prepara mejor para afrontar la muerte de nuestros mayores. Estamos destinados a enterrar a nuestros padres. Así está dispuesto el orden natural de las cosas. Los padres están destinados a morir antes que los hijos, y generalmente así ocurre. Esto trae su propio dolor. No es fácil perder a los padres, al cónyuge, a los hermanos o a los amigos. La muerte siempre pasa factura. Sin embargo, la naturaleza nos ha dado recursos para afrontar esas muertes.

Metafóricamente hablando, cuando mueren nuestros mayores, hay circuitos en nuestro “cableado interno” a los que podemos acceder y a través de los cuales podemos encontrar cierta comprensión y aceptación. Al final, la muerte de un adulto de nuestra generación se limpia con el tiempo y la normalidad regresa, porque es natural, es el modo de la naturaleza, que los adultos mueran. Ese es el orden correcto de las cosas. Una de las tareas de la vida es enterrar a los padres.

Pero no es natural que los padres entierren a sus hijos. Así no lo dispuso la naturaleza, y no nos ha equipado para esa tarea. Usando de nuevo la metáfora, cuando uno de nuestros hijos muere (sea por enfermedad, accidente o suicidio), la naturaleza no nos ha dado los circuitos internos que necesitamos para enfrentar esa situación.

En este caso, a diferencia de la muerte de nuestros mayores, no se trata simplemente de un proceso de duelo, paciencia y tiempo. Cuando muere un hijo, podemos llorar, ser pacientes, dejar pasar el tiempo… y aun así descubrir que la herida no mejora, que el tiempo no cura y que no podemos aceptar del todo lo sucedido.

Hace cien años, Alfred Edward Housman escribió un famoso poema titulado A un atleta que muere joven. En un momento, le dice al joven que ha muerto:

Chico listo, irte a tiempo
de los campos donde la gloria no perdura.

A veces, una muerte temprana congela para siempre la belleza de una persona joven, que con el tiempo inevitablemente se desvanecería. Morir joven es morir en plena flor, en la hermosura de la juventud.

Sin embargo, eso se refiere al que muere joven, no al dolor de quienes quedan atrás. No estoy tan seguro de que ellos, los que quedan, dirían: “Chico listo, irte a tiempo.” Su dolor no se va tan deprisa, porque la naturaleza no les ha dado los circuitos internos que necesitan para procesar lo que deben procesar. Es más probable que sientan una oscuridad de alma como la que W.H. Auden expresó ante la muerte de un ser querido:

Las estrellas no se quieren ya: apáguenlas todas;
guarden la luna y desmonten el sol;
viertan el mar y barran el bosque;
porque ahora nada bueno puede ya suceder. (Doce canciones)

Cuando muere un hijo, es más fácil sentir lo que Auden expresa. Además, incluso entender que es profundamente antinatural tener que enterrar a un hijo no lo devuelve, ni restablece la normalidad, porque es anormal que un padre entierre a su hijo.

No obstante, esa comprensión puede darnos una idea de por qué el dolor es tan profundo y persistente, por qué es natural sentir una pena tan intensa y por qué ningún consuelo fácil o reto moral resulta realmente útil. Al final del día, la muerte de un hijo no tiene respuesta.

También ayuda saber que la fe en Dios, aunque poderosa e importante, no elimina esa herida. No está hecha para hacerlo. Cuando muere un hijo, algo se ha cortado de forma antinatural, como la amputación de un miembro. La fe en Dios puede ayudarnos a vivir con el dolor y con lo antinatural de ser menos que completos, pero no devuelve el miembro ni restaura la totalidad. En efecto, lo que la fe puede hacer es enseñarnos a vivir con la amputación, a abrir esa violación irreparable de la naturaleza a algo y a Alguien más grande que nosotros, para que esta perspectiva más amplia, el corazón de Dios, nos dé el valor para volver a vivir con salud… con una herida antinatural.

Artículo original en inglés

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