Mensaje de Benedicto XVI para la XLIV jornada de oración por las vocaciones
29 ABRIL 2006 – IV DOMINGO DE PASCUA
Tema: «La vocación al servicio de la Iglesia comunión»
Venerados Hermanos en el Episcopado,
queridos hermanos y hermanas:
La Jornada Mundial de Oración
por las vocaciones de cada año ofrece una buena oportunidad
para subrayar la importancia de las vocaciones en la vida y en la
misión de la Iglesia, e intensificar la oración
para que aumenten en número y en calidad. Para la
próxima Jornada propongo a la atención de todo el
pueblo de Dios este tema, nunca más actual: la
vocación al servicio de la Iglesia comunión.
El año pasado, al comenzar un nuevo ciclo de catequesis en
las Audiencias generales de los miércoles, dedicado a la
relación entre Cristo y la Iglesia,
señalé que la primera comunidad cristiana se
constituyó, en su núcleo originario, cuando
algunos pescadores de Galilea, habiendo encontrado a Jesús,
se dejaron cautivar por su mirada, por su voz, y acogieron su
apremiante invitación: «Seguidme, os
haré pescadores de hombres» (Mc
1, 17; cf Mt 4, 19). En realidad, Dios siempre ha
escogido a algunas personas para colaborar de manera más
directa con Él en la realización de su plan de
salvación. En el Antiguo Testamento al comienzo
llamó a Abrahán para formar «un gran
pueblo» (Gn 12, 2), y luego a
Moisés para liberar a Israel de la esclavitud de Egipto (cf Ex
3, 10). Designó después a otros personajes,
especialmente los profetas, para defender y mantener viva la alianza
con su pueblo. En el Nuevo Testamento, Jesús, el
Mesías prometido, invitó personalmente a los
Apóstoles a estar con él (cf Mc
3, 14) y compartir su misión. En la Última Cena,
confiándoles el encargo de perpetuar el memorial de su
muerte y resurrección hasta su glorioso retorno al final de
los tiempos, dirigió por ellos al Padre esta ardiente
invocación: «Les he dado a conocer
quién eres, y continuaré dándote a
conocer, para que el amor con que me amaste pueda estar
también en ellos, y yo mismo esté con
ellos» (Jn 17, 26). La misión
de la Iglesia se funda por tanto en una íntima y fiel
comunión con Dios.
La Constitución
Lumen
gentium del Concilio Vaticano II describe la
Iglesia como «un pueblo reunido por la unidad del Padre y del
Hijo y del Espíritu Santo» (n. 4), en el cual se
refleja el misterio mismo de Dios. Esto comporta que en él
se refleja el amor trinitario y, gracias a la obra del
Espíritu Santo, todos sus miembros forman «un solo
cuerpo y un solo espíritu» en Cristo. Sobre todo
cuando se congrega para la Eucaristía ese pueblo,
orgánicamente estructurado bajo la guía de sus
Pastores, vive el misterio de la comunión con Dios y con los
hermanos. La Eucaristía es el manantial de aquella unidad
eclesial por la que Jesús oró en la vigilia de su
pasión: «Padre… que también
ellos estén unidos a nosotros; de este modo, el mundo
podrá creer que tú me has enviado» (Jn
17, 21). Esa intensa comunión favorece el florecimiento de
generosas
vocaciones para el servicio de la Iglesia: el corazón del
creyente,
lleno de amor divino, se ve empujado a dedicarse totalmente a la causa
del Reino. Para promover vocaciones es por tanto importante una
pastoral atenta al misterio de la Iglesia-comunión, porque
quien vive
en una comunidad eclesial concorde, corresponsable, atenta, aprende
ciertamente con más facilidad a discernir la llamada del
Señor. El
cuidado de las vocaciones, exige por tanto una constante
«educación»
para escuchar la voz de Dios, como hizo Elí que
ayudó a Samuel a captar
lo que Dios le pedía y a realizarlo con prontitud (cf 1
Sam 3, 9). La escucha dócil y fiel sólo
puede darse en un clima de íntima comunión con
Dios. Que se realiza ante todo en la oración.
Según el explícito mandato del Señor,
hemos de implorar el don de la vocación en primer lugar
rezando incansablemente y juntos al «dueño de la
mies». La invitación está en plural:
«Rogad por tanto al dueño de la mies que
envíe obreros a su mies» (Mt 9,
38). Esta invitación del Señor se corresponde
plenamente con el estilo del «Padrenuestro» (Mt
9, 38), oración que Él nos
enseñó y que constituye una
«síntesis del todo el Evangelio»,
según la conocida expresión de Tertuliano (cf
De Oratione, 1, 6: CCL 1, 258).
En esta perspectiva es iluminadora también otra
expresión de Jesús: «Si dos de vosotros
se ponen de acuerdo en la tierra para pedir cualquier cosa, la
obtendrán de mi Padre celestial» (Mt 18, 19). El
buen Pastor nos invita pues a rezar al Padre celestial, a rezar unidos
y con insistencia, para que Él envíe vocaciones
al servició de la Iglesia-comunión.
Recogiendo la experiencia pastoral de siglos pasados, el Concilio
Vaticano II puso de manifiesto la importancia de educar a los futuros
presbíteros en una auténtica comunión
eclesial. Leemos a este propósito en
Presbyterorum
ordinis: «Los presbíteros,
ejerciendo según su parte de autoridad el oficio de Cristo
Cabeza y Pastor, reúnen, en nombre del obispo, a la familia
de Dios, como una fraternidad unánime, y la conducen a Dios
Padre por medio de Cristo en el Espíritu Santo»
(n. 6). Se hace eco de la afirmación del Concilio, la
Exhortación apostólica post-sinodal
Pastores
dabo vobis, subrayando que el sacerdote
«es servidor de la Iglesia comunión porque
—unido al Obispo y en estrecha relación con el
presbiterio— construye la unidad de la comunidad eclesial en
la armonía de las diversas vocaciones, carismas y
servicios» (n. 16). Es indispensable que en el pueblo
cristiano todo ministerio y carisma esté orientado hacia la
plena comunión, y el obispo y los presbíteros han
de favorecerla en armonía con toda otra vocación
y servicio eclesial. Incluso la vida consagrada, por ejemplo, en su proprium
está al servicio de esta comunión, como
señala la Exhortación apostólica
post-sinodal
Vita
consecrata de mi venerado Predecesor Juan Pablo II:
«La vida consagrada posee ciertamente el mérito de
haber contribuido eficazmente a mantener viva en la Iglesia la
exigencia de la fraternidad como confesión de la Trinidad.
Con la constante promoción del amor fraterno en la forma de
vida común, la vida consagrada pone de manifiesto que la
participación en la comunión trinitaria puede
transformar las relaciones humanas, creando un nuevo tipo de
solidaridad» (n. 41).
En el centro de toda comunidad cristiana
está la Eucaristía, fuente y culmen de la vida de
la Iglesia. Quien se pone al servicio del Evangelio, si vive de la
Eucaristía, avanza en el amor a Dios y al prójimo
y contribuye así a construir la Iglesia como
comunión. Cabe afirmar que «el amor
eucarístico» motiva y fundamenta la actividad
vocacional de toda la Iglesia, porque como he escrito en la
Encíclica
Deus
caritas est, las vocaciones al sacerdocio y a los
otros ministerios y servicios florecen dentro del pueblo de Dios
allí donde hay hombres en los cuales Cristo se vislumbra a
través de su Palabra, en los sacramentos y especialmente en
la Eucaristía. Y eso porque «en la liturgia de la
Iglesia, en su oración, en la comunidad viva de los
creyentes, experimentamos el amor de Dios, percibimos su presencia y,
de este modo, aprendemos también a reconocerla en nuestra
vida cotidiana. Él nos ha amado primero y sigue
amándonos primero; por eso, nosotros podemos corresponder
también con el amor» (n. 17).
Nos dirigimos, finalmente, a María, que animó la
primera comunidad en la que «todos perseveraban
unánimes en la oración» (cf Hch
1, 14), para que ayude a la Iglesia a ser en el mundo de hoy icono de
la Trinidad, signo elocuente del amor divino a todos los hombres. La
Virgen, que respondió con prontitud a la llamada del Padre
diciendo: «Aquí está la esclava del
Señor» (Lc 1, 38), interceda
para que no falten en el pueblo cristiano servidores de la
alegría divina: sacerdotes que, en comunión con
sus Obispos, anuncien fielmente el Evangelio y celebren los
sacramentos, cuidando al pueblo de Dios, y estén dispuestos
a evangelizar a toda la humanidad. Que ella consiga que
también en nuestro tiempo aumente el número de
las personas consagradas, que vayan contracorriente, viviendo los
consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia, y
den testimonio profético de Cristo y de su mensaje liberador
de salvación. Queridos hermanos y hermanas a los que el
Señor llama a vocaciones particulares en la Iglesia, quiero
encomendaros de manera especial a María, para que ella que
comprendió mejor que nadie el sentido de las palabras de
Jesús: «Mi madre y mis hermanos son los que
escuchan la palabra de Dios y la ponen en
práctica» (Lc 8, 21), os
enseñe a escuchar a su divino Hijo. Que os ayude a decir con
la vida: «Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu
voluntad» (Heb 10, 7). Con estos deseos
para cada uno, mi recuerdo especial en la oración y mi
bendición de corazón para todos.
Vaticano, 10 de febrero de 2007
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