María, mujer-madre junto a la Cruz

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Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.Como sacerdote he sido testigo privilegiado de un espectáculo conmovedor: la escena del Calvario que se repite incesantemente, a lo largo de la historia, a través de mis años. Como sacerdote gozo a la semana de un inmerecido regalo. Cuando acabo de celebrar la Eucaristía con el pueblo de Dios, tomo unas formas consagradas, las deposito en una pequeña caja redonda y dorada, y me voy a visitar a los enfermos de la parroquia. Así durante veinticinco años -mis bodas de plata sacerdotales-, desde que me ordené, domingo tras domingo.

    Es uno de los momentos más gratos y reconfortantes de la semana. Entonces hablo con los enfermos y los ancianos, compartimos con toda sencillez sus penas y esperanzas. Tras un rato de conversación distendida, les doy lo que llevo y lo que ellos aguardan: el Cuerpo del Señor, como alimento y viático en su duro camino de enfermedad. Estoy en condiciones de afirmar que en todas las circunstancias he visto cómo siempre, sin cansancio y sin desmayo, hay alguien que está junto a la persona enferma. Ese alguien suele ser una madre. Y aún hay algo más. También he asistido como sacerdote a algunos enfermos terminales de sida y drogadictos. Malviven sus últimos momentos de existencia, desgarradoramente. Carecen de ilusión. Resulta muy duro asistir al inexorable desmoronamiento de una existencia, arrancada de este mundo tan violenta y tan prematuramente… Sí, estoy en condiciones de testimoniar que, en medio de esta catástrofe personal y familiar, alguien atiza el fuego de la  esperanza: una madre, la madre del enfermo que se muere a chorros. Ella sigue aguardando contra todo pronóstico, mantiene encendida la antorcha de la ilusión, del mañana. La madre vela con su hijo, lo asiste, lo acompaña. ¿De dónde sacan las madres esa energía y ese poder casi sobrehumano? Muchas veces me lo he preguntado, y no encuentro respuesta. Por eso, ahora que leemos el verso del evangelio de Juan, me doy cuenta de la profundidad de este gesto y de esta postura. María está junto a la cruz de su Hijo. Jesús es un moribundo; va a morir muy pronto y sin remedio. Ella está junto a su Hijo. El evangelio no dice más, no comenta nada. María, la madre, simplemente está. Su palabra se concentra en un verbo. Este verbo es «histemi» (Jn 19, 25); significa que María, la madre está de pie, en postura firme y decidida, sin claudicaciones, se mantiene erguida, llena de reciedumbre y de ternura. Si ella se desmorona, ¿que será de su hijo? Así está María, la madre de Jesús, junto a su hijo que va a morir. Así están muchas madres, estampas vivas de María, junto a la cruz de tantos hijos e hijas.

    Hoy evoco a esas madres anónimas y heroicas. Me gustaría poner algunos nombres, pero son tantos y tan hermosos que no me cabrían en las páginas de esta revista. Ellas nos recuerdan a nuestra madre, nos muestran que nuestra Madre María sigue estando junto a nosotros en el momento del dolor, ahora y en la hora de nuestra muerte.

    

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