Llorar nuestra sinfonía inacabada

26 de agosto de 2025

Hay partes de la Biblia que deberían llevar una advertencia, como esas frases al final de algunas películas que dicen: “Ningún animal fue dañado en esta filmación.”

Un texto así aparece en el Libro de los Jueces (11,29-39). Es la historia de un jefe llamado Jefté, que estaba en guerra y le hizo una promesa a Dios: si le daba la victoria, ofrecería en sacrificio al primer ser humano que saliera a recibirlo al volver a casa. Dios le da la victoria y, al regresar, la primera persona que sale a su encuentro es su hija, una joven llena de vida. Al verla, Jefté se arrepiente de su promesa, pero la hija acepta ser ofrecida. Solo pide un favor: que le permitan dos meses para ir a las montañas con sus amigas y “llorar su virginidad”. Su padre se lo concede. Después de ese tiempo, ella vuelve y es sacrificada como ofrenda.

Si se toma al pie de la letra, esta historia es terrible: una promesa imprudente, un Dios que parece aceptarla, sacrificio humano y un fondo de machismo cruel.

Pero no es un relato para entenderlo literalmente. Nadie muere en esta historia. Es un relato simbólico. Su mensaje no es que Dios pida sacrificios humanos, sino que nos invita a fijarnos en la joven, en su deseo de llorar el hecho de que morirá virgen, es decir, con su vida sin haber llegado a plenitud.

¿Qué significa llorar la virginidad? ¿Cómo se hace eso?

El símbolo nos recuerda que todos nosotros, hombres y mujeres, casados o solteros, con vida larga o corta, al final moriremos vírgenes, es decir, sin haber vivido la “sinfonía completa” de la existencia.

En el sentido más literal, esto se ve en personas que nunca se casaron, nunca tuvieron pareja íntima y mueren así. Como la hija de Jefté, mueren vírgenes. A veces, en retiros con sacerdotes o religiosas, les pregunto: ¿Alguna vez han llorado su celibato? ¿Han sentido la pena de pasar la vida sin intimidad sexual, sin hijos, sin nietos?

Pero este símbolo va más allá. La “virginidad” que la hija de Jefté llora es también la parte no realizada que todos tenemos, incluso quienes han tenido pareja, hijos y nietos.

Recuerdo una reunión de profesores donde algunos sacerdotes hablaban del celibato. Entonces una colega, una mujer casada y feliz, nos dijo: “Ustedes los célibes se compadecen demasiado de sí mismos. ¿Saben qué es peor que dormir solos? Dormir solos cuando no estás solo. La intimidad sexual, incluso en lo mejor, no quita la soledad.”

Tenía razón. Nadie tiene la sinfonía completa. Karl Rahner, el teólogo, respondió una vez a un amigo casado que se sentía solo a pesar de tener un buen matrimonio. Le dijo: “No culpes a tu esposa ni a tu matrimonio. Acepta que en esta vida no hay sinfonía terminada.” Todos moriremos con sueños no cumplidos; nadie tendrá aquí un abrazo total y eterno.

Aun así, podemos vivir vidas plenas y felices. Pero hay una condición, la que expresa la hija de Jefté: debemos llorar lo que no alcanzamos, para poder morir en paz con nuestra sinfonía a medias.

Si no lo hacemos, si no aceptamos esa falta, esa negación se nos colará por dentro y llenará nuestra vida de decepción, enojo o tristeza. Y, peor aún, si no hacemos las paces con el hecho de que esta vida no da la sinfonía completa, inconscientemente seremos demasiado duros con los demás (con nuestra pareja, familia, amigos, iglesia o con la vida misma), porque no podrán darnos lo que no existe: la sinfonía total.

¿Y cómo llorar lo que no hemos logrado?

Cada uno lo hace a su modo. Pero todo duelo comienza reconociendo lo que hemos perdido, lo que no se nos dio. Así, empezamos a llorar nuestra “virginidad” al aceptar lo que Rahner decía: que en esta vida no hay sinfonía terminada.

¿Cómo se hace? Algunos lo llevan a la dirección espiritual, a la terapia psicológica o a algún rito. Pero todos debemos llevarlo a la oración y, como la hija de Jefté, pasar un tiempo en las “montañas” dejando salir nuestras lágrimas.

Artículo original en inglés