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LA RESURRECCIÓN DE JESÚS, ACONTECIMIENTO Y PROMESA

JOSÉ M. HERNÁNDEZ -

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La Resurrección de Jesús es fruto de la profunda relación de amor entre Jesús y su Padre.Ese amor no podía ser quebrado por la muerte. Se convirtió en vida nueva, en plenitud de existencia. Nosotros,los cristianos, sabemos que quien vive en comunión con Dios puede desafiar la muerte, porque tenemos ya la promesa de la verdadera vida. La Resurrección de Jesús es anticipo de la nuestra.

El mensaje de la resurrección tras­pasa los limites de nuestra reali­dad inmediata. Se sitúa más allá de donde alcanzan nuestros senti­dos y desafía toda posibilidad de comprobación empírica. Más bien, la experiencia universal atestigua que, pasado el túnel de la muer­te, ya no hay camino de vuelta. Y si se habla de regreso, de personas que han superado una muerte clínica, en realidad es que no habían llegado hasta el fondo del túnel: se trata sólo de muerte aparente.

Así las cosas, una victoria definitiva sobre la muerte sólo puede ser objeto de fe, nunca de evidencia. Pero cuando esta fe no es pura abstracción, ella misma se convierte en moti­vo de esperanza. Así, desde la fe podemos vivenciar ya la futura resurrección con gozo profundo y sereno: «Dichosos los que no han visto y han creído» (Jn 20,29).

Una fe como ésta, que desafía toda evi­dencia, no es propia de espíritus conformis­tas, satisfechos e indolentes. Quien cree en la resurrección no puede resignarse ante las os­curas fuerzas de la naturaleza, tantas veces triunfadora sobre el hombre, ni menos aún doblegarse a las supuestas leyes del progre­so o del mercado, encubridoras a menudo de la ley del más fuerte. Solidaria con todas las víctimas de la historia, esta fe tiene hambre y sed de justicia. Hermana de la revolución y la utopía, se atreve a pedir lo imposible.

El Dios que hace lo imposible

Lo imposible para el hombre puede estar al alcance de Dios, llamado omnipotente. En la realidad concreta no es siempre así, por­que el poder de Dios tiene sus propios lími­tes, trazados por su amor y por nuestra li­bertad. Pero, en este caso, podemos confiar en el poder resucitador de Dios; más aún, debemos hacerlo, con toda la seguridad que nos ofrece la revelación cristiana.

Cuando Jesús responde a los saduceos que «Dios no es un Dios de muertos, sino de vi­vos» (cf. Me 12,18-27), esta afirmación re­presenta el punto culminante de un largo pro­ceso, en el que ha ido madurando la fe de su pueblo. Para Israel, la esperanza en la resu­rrección fue el resultado de llevar hasta sus últimas consecuencias la fe en Yahvé como Dios de la creación y de la alianza. Ante la muerte de sus amigos, ese Dios no podía que­dar impotente o impasible. Y mucho menos si se trataba de un martirio padecido por su cau­sa, por fidelidad a la Ley y a la Alianza, como en el caso de los Macabeos (cf. 2 Mac 7).

Si de verdad le quiere, que le salve

Lo dicho se aplica también, con la mayor fuerza posible, al martirio de Jesús de Nazaret. A lo largo de su vida, Jesús mostró una confianza ilimitada en Dios, proclamando su amor misericordioso y providente hacia to­das las criaturas. Aunque enseñaba a sus dis­cípulos a invocarlo como Padre y a tratarlo con filial confianza, esta actitud alcanzó en él una intensidad única, totalmente caracte­rística (cf. Mt 6,9; 7,21; 11,25-27...).

Sin embargo, la relación que unía a Jesús con el Padre queda en entredicho en el mo­mento de su muerte. El grito desgarrador de la cruz («¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?»), parece dar la razón a quienes, en son de burla, le provocaban di­ciendo: «Ha puesto su confianza en Dios; que le salve ahora, si es que de verdad le quiere» (Mt 27,43.46). Para los acusadores de Jesús, el silencio de Dios era la desautorización más rotunda, no sólo de su enseñanza, sino de to­da su vida. Así quedaba definitivamente de­mostrado que era un embaucador y un blas­femo (cf. Mt 26,63-66). En cambio, para quienes conocen su verdad y creen en su ino­cencia, es Dios mismo quien está en causa.

El silencio, la aparente pasividad de Dios ante la muerte de Jesús se rompe «al tercer día». La resurrección de Jesús de entre los muertos y su constitución como «Hijo de Dios con poder», vienen a confirmar la verdad de su pretensión y de su causa. Ya no hay duda de que Dios es verdaderamente su Padre y le quiere, de que está con él y no con sus verdugos, aunque ostenten la máxima auto­ridad religiosa y política.

La resurrección de Jesús subvierte el or­den establecido y desmiente sus falsas apa­riencias. A través de vigorosas antitesis, los primeros testigos de la Pascua muestran có­mo la intervención de Dios ha desautorizado a los poderes constituidos, responsables de la crucifixión de Jesús (cf. Hch 2,22-24). En el fondo, es todo el antiguo régimen de media­ciones (Sacerdocio, Ley, Templo...) el que, condenando a Jesús, había firmado su pro­pia sentencia de muerte (cf. Mc 15,38).

La revelación de Dios culmina así de una manera inesperada, aunque coherente con sus manifestaciones anteriores. En el Antiguo Testamento, Yahvé se había identificado por su acción liberadora: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud» (Ex 20,2). Pero seguía actuando el miedo a la muerte, que hace esclavos a los hombres. A partir de ahora el Dios liberador adquiere un nuevo apelativo: «el que resucitó a Jesús de entre los muertos» (cf. Rom 4,24; 8,11). Ven­cido el miedo a la muerte, la libertad más ra­dical se hace posible: la libertad de sí mismo, que permite dar la vida por el otro, siguiendo el ejemplo del Maestro (Jn 13,14.34).

El amor que vence a la muerte

La sabiduría humana conoce la fuerza formidable del amor, equiparable a la de la misma muerte. En lo más profundo de la vi­vencia amorosa puede percibirse un deseo latente de inmortalidad, que G. Marcel ha expresado con frase lapidaria: «Amar a una persona significa decirle: tú no morirás». Esta profunda aspiración del corazón huma­no alcanza su plena verdad y consistencia en el amor divino. La revelación nos permi­te descubrir cómo el amor de Dios hacia el hombre crea una relación capaz de resistir a la erosión del tiempo y a la voracidad de la muerte.

La fe en la resurrección se apoya preci­samente sobre el convencimiento de que el vínculo que une al hombre con Dios es más poderoso que las garras de la muerte. Diri­giéndose a la multitud congregada el día de Pentecostés, Pedro explica cómo Dios ha re­sucitado a Jesús, pues no podía quedar bajo el dominio de la muerte; en efecto, según el testimonio de la Escritura, Dios no abandona el alma de su siervo en el Hades ni permite que su santo experimente la corrupción (cf. Hch 2,24-32). Esta misma convicción va a alcanzar en Pablo una expresión apasiona­da, casi desafiante: «Ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presen­te ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rom 8,38s).

Quien vive en comunión con Dios puede desafiar la muerte, porque tiene ya la vida eterna (cf. Jn 5,24). Pero la comunión con Dios se expresa y verifica en el amor a los hermanos: «Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. Quien no ama permanece en la muerte» (Un 3,14). El grano de trigo, si muere, da mucho fruto (cf. Jn 12,24). Una vida entregada por amor no puede quedar encerrada en el sepulcro; lleva en sí un ger­men de inmortalidad, porque «el amor no acaba nunca» (1 Cor 13,8).

Esta fuerza de amor que vence a la muerte tiene en la revelación cristiana un nombre personal: es el Espíritu Santo. «La esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,5). Como en la primera creación, el Espíritu de Dios es el principio activo de la vi­da nueva y definitiva (cf. Sal 104, 30; Ez 37,6; Jn 3,5s). Su presencia actual en el cristiano es prenda y primicia de la resurrec­ción futura: «Si el Espíritu de Aquel que resu­citó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros» (Rom 8,11).

Continuidad y ruptura

La resurrección no es una reanimación del cadáver para que vuelva a la misma vida de antes. Tampoco es una creación de la na­da, como si e¡ que muere y el que resucita no fueran la misma persona. Usando el símil de Pablo, entre el grano que se siembra y la planta que brota hay a la vez continuidad y ruptura (cf. ICor 15,35-53). Esta tensión dialéctica aparece, de manera característica, en los relatos postpascuales.

Por una parte, los evangelistas insisten en la identidad: el que sido resucitado y exaltado a la diestra de Dios como Señor y Juez de la historia, es Jesús de Nazaret, el mismo que había sido crucificado. Por eso, los discípulos encuentran su tumba vacía y, cuando se les aparece, pueden ver en su cuerpo las cicatrices del martirio; por eso también, es posible reconocerle en los gestos habituales de la comensalidad y el servicio (Le 24,30s). Por otro lado, sin embargo, la vida del Resucitado se presenta como una realidad totalmente nueva y desconcertante para sus mismos discípulos. Según los relatos evangé­licos, en sus primeras reacciones coexisten la alegría y el espanto. Unas veces le confun­den con otra persona (Le 24,16ss; Jn 20,15), y otras creen ver un espíritu (Le 24,37). La mirada iluminada por la fe permite recono­cer en él al Maestro, pero ya no es posible retenerlo en este mundo (Jn 20,16s; Le 24,31). Es el Señor (cf. Le 24,34), a quien el Padre ha concedido todo poder en el cielo y en la tierra (cf. Mt 28,18). Por ello, su capacidad de comunicación y de presencia desborda los límites del espacio y del tiempo (cf. Mt 28,19), pero esto no bas­ta para calmar la nostalgia que se hace gri­to impaciente: Maraña tha, ven, Señor Je­sús... (cf. 1 Cor 16,22).

El mundo del hombre participa también de su destino eterno. No es como el andamiaje que se abandona al terminar una obra, sino más bien como los materiales que se integran en la construcción de la casa. Todos los bienes que Dios ha creado para el hombre y todo lo que hay de bueno en la misma obra humana está llamado a integrarse en la realidad del Reino consumado

La añoranza del hogar

Nuestra vida en este mundo se parece a veces a un destierro. Aun sin llegar a situa­ciones extremas (violencia, marginación, so­ledad, enfermedad, vejez...), en nuestro vi­vir cotidiano predomina el tono gris y monó­tono. Nuestras ansias más profundas de amor, libertad y justicia parecen destinadas a quedar insatisfechas; ninguna realización lle­ga a colmarlas. Los momentos de felicidad son más bien raros y efímeros. Cuando lle­gan, pensamos estar en otro mundo.

«En la casa de mi Padre hay muchas mo­radas... Me voy a prepararos el sitio» (Jn 14,2). La resurrección de Jesús ha abier­to el acceso a un mundo nuevo, donde el hombre encontrará su verdadero hogar; allí podrá, al fin, descansar nuestro corazón in­quieto. En medio de tribulaciones, y con una aguda conciencia de la fragilidad humana, Pablo sabe que «quien resucitó al Señor Je­sús, también nos resucitará con Jesús y nos presentará ante él juntamente con vosotros»

(2Cor 4,14). La resurrección de Cristo consti­tuye, en efecto, la primicia y el modelo de la nuestra (cf. ICor 15,20-22.45-49). Por eso el Apóstol puede exclamar confiado: «si esta tienda, que es nuestra morada terrena, se derrumba, tenemos una morada eterna en el cielo...» (¿Cor 5,1 s). El cielo en que sitúa su esperanza no es un espacio frío y descarna­do, sino el ámbito del encuentro cara a cara con el Señor y del reencuentro feliz con los hermanos (cf. 2Cor 5,6-8).

Miedo a nacer

Habiéndolo dejado todo por Cristo, Pablo llega a valorar positivamente la muerte, en la medida en que le permite alcanzarlo defi­nitivamente: «Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia» (Flp 1,21). Su mira­da y sus deseos están centrados en Cristo: El es la meta de su carrera y el premio que compensa con creces todos los trabajos y pe­nalidades de esta vida (cf. Flp 3,8-14).

Aun compartiendo la fe del Apóstol, nuestra actitud ante la muerte suele ser muy distinta. Cuesta dejar a las personas queri­das, los hábitos y espacios que nos son fami­liares, las obras en que hemos volcado nues­tras mejores energías. La perspectiva de mo­rir se nos presenta como un violento desarraigo, como un profundo desgarro, co­mo una amenaza. Y aunque hayamos apren­dido a no mirar la muerte como enemigo, no podemos dejar de considerarla un intruso, una visita inoportuna y molesta.

Si comprendemos la resurrección como un nuevo nacimiento, nuestra vivencia de la muerte sería parangonable a la que, de manera inconsciente, puede vivir un niño en el momento de su alumbramiento. La expulsión violenta del seno materno es el precio necesario para que el niño pueda de­sarrollar todas sus posibilidades vitales. Entre otras cosas, sólo asi podrá conocer a su madre...

También nuestro ser hijos de Dios se ha­lla como en período de gestación. Sumergi­dos en la muerte de Cristo por el bautismo, hemos recibido el Espíritu del Hijo, que nos hace vivir una vida nueva. Pero esta vida es­tá todavía oculta con Cristo en Dios (Col 3,3). «Ahora somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos seme­jantes a él, porque le veremos tal cual es» (Un 3,2). Impulsados por el Espíritu pode­mos ya balbucear: «jAbbá, Padre!»; pero nuestra relación filial se mueve a tientas; ca­minamos en la fe y no en la visión. «Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero entonces conoceré como soy conocido» (1 Cor 13,12).

Ver a Dios cara a cara, conocerle como El nos conoce... expresan en el lenguaje bíblico la profunda intercomunión personal con el Padre y el Mijo que constituye el contenido central de la vida eterna (cf. Jn 17,3).

El futuro de nuestro mundo

El mundo es nuestra casa. La conciencia ecológica actual ha puesto de relieve la in­terdependencia entre el hombre y la natura­leza. Un falso concepto de progreso ha lleva­do a la explotación incontrolada de los recur­sos materiales, y a la contaminación y degradación del medio ambiente (atmósfera y suelo, ríos y mares...) en proporciones alarmantes y quizás irreversibles.

En este contexto, la imagen del alumbra­miento puede emplearse también con un al­cance más amplio, que incluya al entero uni­verso. «La ansiosa espera de la creación de­sea vivamente la revelación de los hijos de Dios... en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto...» (Rom 8,19-22). Si hablamos del destino escatológico del hombre, no podemos enten­derlo al margen del mundo: la resurrección es inseparable de la nueva creación.

Las promesas de Dios nos hablan de un mundo nuevo, en el que habitará la justicia (cf. 2Pe 3,13); donde no habrá muerte ni llanto (cf. Ap 21,4). Libre de toda alienación y decadencia, la humanidad alcanzará la li­bertad gloriosa de los hijos de Dios (cf. Rom 8,21), y, juntamente con el hombre, el uní-verso entero será renovado, reconciliado y recapitulado en Cristo (cf. Col 1,19s).

Contra lo que puedan pensar algunas sectas, ignoramos el tiempo y la manera en que se realizará esta transformación del uni­verso. Cuando Pablo, por ejemplo, escribe que Dios nos ha revelado por su Espíritu «lo que ojo nunca vio, ni oreja oyó, ni hombre alguno ha imaginado» (cf. 1 Cor 2,9), alude a la profundidad insondable de Dios y al misterio de salvación que se ha realizado en Cristo; si a través de esta revelación pode­mos saber y esperar «lo que Dios tiene pre­parado para los que lo aman», no por eso conocemos la configuración concreta del mundo escatológico.

De un futuro que nos trasciende sólo po­demos hablar con reservas, mediante apro­ximaciones e inferencias, manteniendo la tensión entre continuidad y ruptura. Aun así, podemos decir esto: El mundo del hom­bre participa también de su destino eterno. No es como el andamiaje que se abandona al terminar una obra, sino más bien como los materiales que se integran en la cons­trucción de la casa. Todos los bienes que Dios ha creado para el hombre y todo lo que hay de bueno en la misma obra huma­na está llamado a integrarse en la realidad del Reino consumado. Como dice el Concilio Vaticano II, «los bienes de la dignidad hu­mana, de la unión fraterna y de la libertad; en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, des­pués de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos, lim­pios ya de toda mancha, iluminados y trans­figurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino» [Gaudium et Spes, 39).

La resurrección, aquí y ahora

La mirada al futuro no debe desviar nuestra atención de las urgencias del pre­sente: «Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo?» (Hch 1,11). La nueva Jerusalén no vendrá llovida del cielo. Para nosotros, la resurrección no es sólo una promesa, es también una tarea, según el mandato de Jesús: «Id proclamando que el Reino de los Cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad de­monios» (Mt 10,8). La tarea es más urgente porque vivimos en una sociedad enferma de necrofilia que hace de la muerte un espectáculo para el consumo de masas, a la vez que, incapaz de darle un sentido, rehuye y reprime el enfrentamiento personal con ella; una so­ciedad obsesionada por elevar su calidad de vida, pero que puede aceptar pasiva o indi­ferente la mortalidad infantil en el Tercer Mundo y el genocidio de minorías étnicas, el aborto y la eutanasia, el tráfico de armas y las drogas...

Frente a esta cultura de la muerte, los cristianos estamos llamados a continuar la misión sanadora y resucitadora de Jesús. La fe en la resurrección se proyecta activamen­te en la lucha cotidiana por la paz, la justicia y la integridad de la creación.

    
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