En su autobiografía «La larga soledad», Dorothy Day cuenta cómo oró una vez en un momento muy difícil de su vida.
Dorothy Day, como es sabido, creció sin fe. Era una intelectual que se movía en ambientes marxistas y antirreligiosos. Cuando llegó a los veinte años, estaba convencida de que si alguien tenía el valor de mirar la vida de frente, no podría creer en Dios. No estaba sola en eso: el amor de su vida en aquel tiempo compartía sus ideas. Vivía con él y tuvo una hija fuera del matrimonio. El nacimiento de esa niña la cambió de una forma que no esperaba. Al sostener a su hija recién nacida, se sintió tan llena de asombro y gratitud que oró de manera espontánea: “¡Por tanta alegría, tengo que dar las gracias a alguien!” Su fe nació de ahí, del manantial más puro: la gratitud.
Recibió formación, fue bautizada y se hizo católica. El padre de su hija, molesto por el cambio en ella, le advirtió que si hacía bautizar a la niña, la dejaría. La niña fue bautizada, y él se fue. Muchos de sus amigos reaccionaron del mismo modo. Así que, aunque su nueva fe le daba fuerza, se encontró muy sola: sin sus antiguos amigos, sin apoyo, madre soltera, con poco dinero y sin una idea clara de qué debía hacer.
Pasó un tiempo así, sintiéndose cada vez más sola e insegura. Un día decidió que debía hacer algo. Dejó a su hija al cuidado de unos amigos y tomó un tren a Washington D.C., donde pasó varias horas rezando en el Santuario Nacional de la Inmaculada Concepción. Su oración ese día fue una oración de total impotencia. En esencia, esto fue lo que le dijo a Dios: “He renunciado a mucho por ti, ¡y tú no has hecho nada por mí! Estoy perdida, sola, sin saber qué hacer, sin fuerzas ni paciencia. ¡Necesito ayuda, y la necesito ahora, no en un futuro lejano! ¡Ayúdame! ¡Ayúdame ahora! ¡No puedo seguir así!”
Cuando regresó a Nueva York, un hombre la estaba esperando. Le dijo que había oído hablar de ella, que tenía una idea y que necesitaba su ayuda. Le explicó el proyecto del Catholic Worker (El Trabajador Católico). Ese hombre se llamaba Peter Maurin, y el resto es historia. Desde ese momento, Dorothy tuvo una misión para el resto de su vida.
No todos reciben una respuesta tan rápida y clara a sus oraciones, aunque más personas de las que imaginamos han vivido experiencias parecidas.
Martin Luther King, por ejemplo, contó cómo oró una vez en un momento muy bajo de su vida: “Una noche, hacia finales de enero, me fui a la cama tarde, después de un día agotador. Coretta ya dormía y justo cuando estaba por dormirme, sonó el teléfono. Una voz enojada dijo: ‘Escucha, negro, ya hemos aguantado bastante. Antes de la próxima semana te arrepentirás de haber venido a Montgomery.’ Colgué, pero no pude dormir. Sentí que todos mis miedos se me venían encima. Había llegado al límite. Me levanté y empecé a caminar por la habitación. Luego fui a la cocina y preparé café. Estaba listo para rendirme. Con la taza frente a mí, sin tocarla, traté de pensar cómo alejarme de todo sin parecer un cobarde. En ese estado de agotamiento, cuando ya no tenía valor, decidí llevar mi problema a Dios. Con la cabeza entre las manos, me incliné sobre la mesa y recé en voz alta. Las palabras que le dije a Dios aquella medianoche aún las recuerdo claramente: ‘Estoy aquí defendiendo lo que creo que es justo. Pero ahora tengo miedo. La gente me mira buscando liderazgo, y si me presento ante ellos sin fuerza ni valor, también ellos perderán el ánimo. He llegado al final de mis fuerzas. No me queda nada. He llegado al punto en que no puedo afrontarlo solo.’ En ese momento experimenté la presencia de lo Divino como nunca antes.” (MLK, Stride Toward Freedom)
Christina Crawford, autora de Querida mamá (Mommy Dearest), un libro sobre su dura infancia como hija de una estrella de cine en Hollywood, cuenta que en cierto momento de su vida se sintió completamente perdida; pero luego añadió: “¡Perdida también es un lugar!”
Tiene razón. Y estar perdido es un lugar desde donde se nos invita especialmente a orar. Cuando todo nos duele, cuando nos sentimos sin esperanza y sin fuerzas, cuando estamos de rodillas porque no podemos mantenernos en pie, estamos en la postura perfecta para rezar.
¡Perdido es también un lugar para orar!