Hastiados por el desencanto, abatidos, tristes, alicaídos…
Cada vez resulta más fácil hallar personas sumidas en la sórdida profundidad de sí mismas. Cansados de bregar con el día a día y tras quizá, haber degustado reiteradamente todo el menú de una carta de desengaños, se sienten sin fuerzas para afrontar con la ilusión necesaria, un día a día que a veces se antoja más escarpado que la cara norte del Annapurna.

Hace años, si escuchaba algún alma maltrecha pregonar que se hallaba "muerta en vida", mi reacción inmediata era intentar desoír lo que esos interlocutores balbuceaban a través de esas bocas inermes, pese a que realmente podían estar desconectados de cualquier ápice de vida; pues la simple idea de que hubiera gente con un sentimiento de destrucción tan potente me parecía, no sólo muy triste, sino altamente venenosa para el interior. No quería creer que existiera ese tormento. Ahora sé que existen, sé que hay muchas personas que desde que se levantan hasta que se acuestan -aunque lo más probable es que la noche tampoco les conceda descanso alguno- sienten su vida como un peso atroz con el que han de cargar a cuestas. Y sufren con un llanto interno y eterno. Algo así como ese susurro lastimero que en las películas de miedo solían adjudicar al fantasma del castillo abandonado; pero con la clara diferencia de que todos y cada uno de esos seres desesperados son reales.
Y ese dolor que les mortifica o bien es real, o al menos seguro que cada una de esas personas lo siente tan real como si su existencia hubiera decidido vivir sentada sobre el colchón de clavos de un fakir.

Ante esta tesitura, probablemente la cuestión más importante –al menos para mí- es intentar recobrar ese sutil ingrediente que, pese a no parecerlo, es el motor de la vida. Como dice un buen amigo filósofo, "las grandes adhesiones conllevan grandes decepciones". Y en muchos casos, esa tristeza deriva de una decepción generada al constatar que las cosas no son como habíamos imaginado que serían y, de ahí, surge la incapacidad tanto de aceptar esa diferencia entre lo real y lo imaginado, como de reponerse a la decepción.
Así, esa ilusión que de pequeños permite ver y afrontar todo desde la perspectiva del vaso lleno o medio lleno, podría decirse que, a medida que crecemos tanto en edad como en experiencias, empieza a menguar y a palidecer, e incluso desaparece.
Pero al igual que en alguna fase de nuestra vida –normalmente niñez, adolescencia y/o juventud, donde la ilusión casi es puro derroche- a veces hemos de controlar para que un exceso de ilusión mal entendido no nos haga saltar por un barranco al pensar –al más puro estilo Ícaro- que nuestra ilusión por volar nos ayudará a mantenernos en el aire; del mismo modo, a partir de según qué experiencias –o sobre todo cuando veamos encenderse el piloto de reserva en el bidón de las ilusiones; deberíamos intentar plantar ilusiones nuevas, regarlas, abrazarlas y cuidarlas con mucho mimo, para garantizar que no la perderemos en un traspiés, dado en cualquiera de los muchos callejones mal iluminados que abundan por la vida.

Javier Castañeda, Patologías Urbanas. La Vanguardia, 11 Mayo 2010




