Hombres con vocación de servicio.

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Ante semejante pregunta, no puedo por menos que volver la mirada a las comunidades primitivas y ver cómo vivían los presbíteros. Nos lo cuentan los Hechos de los Apóstoles: «Todos ellos perseveraban en la oración con un mismo espíritu, en compañía de algunas mujeres (…). Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común».

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos. Siguiendo este diseño, un sacerdote tendría que ser un creyente con una profunda vocación de servicio a los demás a la vez que una persona de oración. Una oración encarnada, enraizada en sus hermanos, con una marcada predilección por los más pobres, por los más débiles.

Me gusta ver al sacerdote como uno más de la comunidad que, por formación y carisma, ayuda a que crezca y vaya hacia adelante el grupo, aunque no tiene porqué decir la última palabra. Ha de ser un hombre cercano, que hable desde la experiencia -suya o recibida de los otros- y no desde los dogmas y la moral. Por ello debe ser disponible y dispuesto a escuchar y a aprender, que nos ayude a vivir una Iglesia cercana y realista.

Querría que los sacerdotes tuviesen ese mismo espíritu del que habla la Escritura, que fuesen personas pacificadoras, capaces de denunciar las injusticias, pero siempre como constructores de paz. Todo ello, más con sus hechos que con sus palabras, porque, como decía recientemente Dom Helder Cámara, lo importante no es lo que se escribe ni lo que se dice; lo importante es lo que se vive. Quiero, sobre todo, que den testimonio de Jesús de Nazaret.     

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