Esperando la “buena noticia” de un Sínodo sin concluir

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Ha concluido la primera etapa del Sínodo de los Obispos sobre la Familia. El Papa Francisco  invitó a los participantes a expresarse con libertad. También yo deseo traer aquí las Conclusiones pastorales a las que llegué tras mi estudio de la teología del matrimonio y la familia en mi libro “Lo que Dios ha unido” (ed. San Pablo), fruto de mis clases en el Instituto Superior de Pastoral de Madrid (Universidad Pontificia de Salamanca). El debate sinodal hace que las conclusiones pastorales de esa obra (pp. 483-492) tengan hoy una especial validez y puedan contribuir a ofrecer la “Buena Noticia” a tantas parejas y familias que la están necesitando.

También la pareja matrimonial y la familia son objeto de atención pastoral (los bautizados) y misionera (los no bautizados) de la Iglesia. Si hoy se nos pide “conversión pastoral y misionera”, he aquí un ámbito importantísimo dentro de la Humanidad e Iglesia para que acontezca.

No es mi intención ahora ofrecer todo un plan de opciones, líneas y acciones pastorales, sino, apuntar por dónde podría orientarse un gran proyecto pastoral y misionero que hoy se vuelve especialmente urgente no sólo para aunar acciones pastorales, sino para descubrir entre todos nuevas perspectivas que nos son muy necesarias.

En el Prólogo de esta obra me formulaba varias preguntas, a las cuales ahora sí podemos dar respuesta. Estas eran:

  • ¿Bajo qué opciones ha de plantearse la pastoral matrimonial y familar?
  • ¿Qué líneas de pastoral ha de dar lugar?
  • ¿Qué teología ha de sustentar esas opciones y líneas pastorales?
  • ¿Qué relación debe mediar entre Matrimonio y Familia tanto en la práxis pastoral como en la reflexión teológica? ¿No estamos en un tiempo en el que, al parecer, existe una preocupante fractura entre Matrimonio y Familia?

1. Opciones pastorales

Por “opción pastoral” entiendo lo siguiente: entre el cúmulo ingente de desafíos y cuestionamientos que el tema del matrimonio y la familia nos plantean −como hemos podido constatar a lo largo de esta obra−, hemos de encontrar un camino de acción transformadora; no nos valen simplemente las teorías, hemos de convertirlas en prácticas; hemos de descubrir la viabilidad de la propuesta teológica. Pero no podemos responder a todos los desafíos al mismo tiempo. Hemos de marcar prioridades. Hemos de optar por un camino y no por todos los caminos al mismo tiempo. Por eso, hablo de “opciones pastorales”, que son decisiones prioritarias que hemos de asumir.

Pues bien, a mi modo de ver, y como consecuencia de todo lo estudiado y discernido hasta el momento, estas opciones pastorales habrían de ser la siguientes:

  • Opción por una comprensión del sacramento del matrimonio incluyente o inclusiva y no excluyente. Es importante descubrir la transversalidad sacramental de esta realidad en todas sus formas y valorar sinceramente los modos que esta sacramentalidad asume, aunque no logren realizar el proyecto pleno.
  • Opción por un matrimonio vivido en proceso cuyos pasos primeros han de ser configurados como un auténtico proceso de iniciación antropológica y cristiana, pero cuyos pasos sucesivos han de acompañar todos los eventos que se producen en la pareja y la familia. De este modo la pastoral matrimonial y familiar abarca toda la franja vital de los seres humanos. Me remito al capítulo 6, apartado III, donde comentando el pensamiento de E. Schillebeeckx exponíamos su idea de que, por su nacimiento de padres cristianos, el niño entraría inmediatamente en el estado eclesial del catecumenado, lo que implicaría una relación objetiva con el bautismo a recibir. Desde antes de su bautismo este niño pertenece a esta pequeña comunidad de fe que es la familia cristiana. ¿Acaso no es esto una definición del catecumenado? El matrimonio cristiano orienta ya los hijos nacidos de este matrimonio hacia la incorporación a la Iglesia, el bautismo. La opción por un matrimonio vivido en proceso configura también la pastoral vocacional al matrimonio, como una pastoral específica, que va culminando en diversas celebraciones, del noviazgo, de las bodas primeras, las bodas de plata y de oro.
  • Opción por un matrimonio cristiano de calidad “evangélica” y vivido como auténtica consagración permanente y espiritualidad. Este matrimonio es, así mismo, interrelacional, como pone de relieve la nueva generación de teólogos y teólogas a la que me refería en el capítulo 6, apartado IV. Es necesario explicitar más las posibilidades de la vida en pareja y en familia como forma de seguimiento de Jesucristo. No hay que olvidar que la mayoría de quienes siguieron a Jesús durante su vida histórica fueron casados. La espiritualidad del matrimonio y de la Iglesia doméstica, como auténtica espiritualidad cristiana, se presenta como el gran horizonte en el que hay que encuadrar la pastoral matrimonial y familiar.
  • Opción por un matrimonio cristiano que descubre su carisma y lo hace eficaz en la misión de la Iglesia y de la sociedad. Así como cada Iglesia particular contiene todo el misterio de la Iglesia, pero al mismo tiempo, lo especifica, lo particulariza, desde el carisma colectivo que es propio de ella, así cada Iglesia doméstica tiene su don, su carisma, que ha de descubrir y hacer válido en la irradiación misionera de la Iglesia. Esto supone, por una parte, reconocimiento y autonomía de las Iglesias domésticas, pero a su vez, tomar conciencia de una gran misión compartida entre todos.

2. Líneas pastorales de acción

No basta optar por principios rectores, es necesario que esos principios alienten una praxis que sana, acompaña. La praxis de la Iglesia respecto al matrimonio y la familia debe que responder a los siguientes desafíos y ellos la configuran:

  • El desafío de la inconsistencia de las relaciones y los divorcios fáciles. Y la línea de acción pedagógica por parte de la Iglesia es que ella recupera su función de maestra en el arte de amar, en el arte de la comunión, en la evangelización del amor. Lo hace a través de sus ministros ordenados, pero lo hace -sobre todo- a través de tantas parejas que han sabido superar sus dificultades y se convierten en auténticos “maestros en el arte de amar”. Cuida de una manera muy especial todos aquellos casos que pueden concluir en divorcio, en separación, y para ello, les ofrece un buen proceso de iniciación en el matrimonio.
  • El desafío de una etapa juvenil, excesivamente larga, de prueba, de noviazgos, de turbulencias afectivas, que sólo tardíamente cuajan en opciones de estabilidad. Como líneas de acción caben varias: una sería anticipar una especie de celebración sacramental íntima del matrimonio, dejando para después su celebración solemne y pública ante la Iglesia y la sociedad. El criterio para la celebración del sacramento sería la madurez en la fe y en la decisión; y la celebración íntima contaría con la clara decisión mutua, pero también con las circunstancias sociales, económicas, laborales, familiares etc. que impiden la celebración solemne.
  • El desafío de una fecundidad biológica reducida “a mínimos” y que priva al matrimonio de una de sus principales fuentes de inspiración, y riqueza interior. La pastoral de la infancia debería confluir con la pastoral familiar. Las instituciones eclesiales que se dedican a los más pequeños deberían tener una mayor relevancia y representatividad eclesia para acoger a los niños, para crear instituciones de adopción, etc.
  • El desafío de una realidad amenazada por la pobreza, la exclusión y poco protegida socialmente. La acción social, caritativa y educadora ofrecen bases mejores para la familia y las parejas. Así también la Iglesia que opta por los pobres, está optando por las familias.
  • El desafío de las formas diferentes de sexualidad, especialmente la sexualidad del mismo sexo lleva a valorar, sobre todo, la relación afectiva, el amor interpersonal. A esa relación afectiva entre seres humanos, que nace del misterio de cada persona, hay que anunciarle la buena noticia del Evangelio y también las advertencias del Evangelio contra su posible deterioro y perversión. La Iglesia responde a este desafío desde la comprensión, la misercordia compasiva, la inclusión y no la exclusión. Responde también desde la proclamación de su verdad compartida y respetuosa hacia la voz de la conciencia personal. La afectividad es fuerza espiritual de acercamiento. Responde al espíritu y al cuerpo; a esa “misteriosa química” que hace que ciertos seres humanos se atraigan irremediablemente. En la atracción se manifiesta, ante todo, la sed de amor, y no sólo, ni exclusivamente, la sed de sexo. El amor tiende a establecer relaciones afectivas fuertes, sólidas, duraderas, íntimas. Hay muchos tipos de relaciones afectivas, pero también de uniones eróticas y uniones fecundas. Hay un debate sobre cómo denominarlas. Y los estados recurren a soluciones a veces sabias, pero otras veces imprudentes y necias. La palabra “matrimonio” se está convirtiendo en obstáculo que enfrenta y divide. La sociedad debería encontrar lenguajes habitables por todos, y no generadores de enfrentamientos. La Iglesia, siempre respetuosa con la conciencia individual, puede expresar su hospitalidad e inclusividad acogiendo a todos los seres humanos en el ámbito de sus relaciones afectivas y amorosas. Para ellos quiere ser referencia de sabiduría espiritual. Y con su paciencia conseguirá equilibrar aquello que a veces se muestra como alarmante.
  • No es adecuado hablar de matrimonios perfectos e imperfectos, matrimonios santos y profanos. ¡No al perfeccionismo que discrimina millones y millones de parejas! Hay que redescubrir la ecología de los diversos, su mutua interacción. Con las diferentes formas, los matrimonios, las parejas, hacen fecunda la humanidad y ponen en circulación el amor, los afectos, las pasiones, la vida, la atención a la vida. “Por sus frutos los conoceréis”. Los frutos del matrimonio son diversos. A veces un matrimonio “bueno” produce “frutos malos”, a veces un árbol−matrimonio “malo” da “frutos buenos”. ¿Es así? o ¿nos equivocamos al definir algo como bueno o malo, sin tener en cuenta la parábola de la cizaña y el trigo? El matrimonio es fecundo. Es comunicador de vida. Pero también transmite el pecado orginal. Se transmiten culturas, religiones, fe… buenas y malas herencias.
  • El desafío de las parejas cristianas divorciadas y de las cuales uno o los dos han contraído matrimonio civil con otra persona: la Iglesia va madurando su pensamiento y actuación en la medida en que comprende mejor el sentido de la indisolubilidad y valora el matrimonio, más allá de la celebración sacramental cristiana. Ella sabe que hay errores vocacionales que se descubren tarde y se muestra comprensiva ante quienes emprendieron un matrimonio sin auténtica libertad y conocimiento. La sociedad civil, en cambio, no atiende tanto a las actitudes internas, al foro interno, como elemento constitutivo de la promesa esponsal. Por eso, lo que la Iglesia llamaría “anulación” la sociedad lo denomina “divorcio”. El avance en la comprensión de la estructura jurídica de la Iglesia en su relación con el ordenamiento jurídico de los Estados ofrecerá en el futuro nuevas claves, que nos saquen del impasse en el que nos encontramos.
  • El desafío de una ritualidad celebrativa minusvalorada. ¿Y la sacramentalidad del matrimonio? ¿En qué consiste la sacramentalidad cristiana? Los sacramentos nunca son medios para sentirnos “superiores”, “mejores”, “más perfectos”. Los sacramentos no son medallas de honor. Los sacramentos expresan, más bien, lo que Dios hace por nosotros y no sólo lo que nosotros hacemos por Dios. O mejor, los sacramentos expresan lo que ocurre cuando Dios y el ser humano “entramos en una única Alianza”. No hablo del matrimonio cristiano de una foma única, privilegiada, superior de matrimonio, sino de lo que ocurre en el matrimonio, cuando da lugar al acontecimiento de la Alianza. El matrimonio es alianza que deja lugar en él al acontecimiento de la Alianza. El rito del matrimonio expresa el tipo de matrimonio que se asume. Sitúa la decisión de la pareja dentro de un contexto social y normativo. El rito no se repite, en principio: porque quiere ser rito de fidelidad “para siempre”, “hasta que la muerte nos separe”. La repetición del rito llevaría a pensar en matrimonios sucesivos, con diferentes protagonistas. Las sociedades modernas no impiden que el rito sea repetible, porque comprenden la debilidad de los afectos y de las alianzas afectivas. La Iglesia, por su parte, no se cree autorizada para repetir el rito, porque afirma con Jesús que “lo que Dios ha unido, no lo separa el hombre”. La ritualidad no es todo. La ritualidad es súplica a lo divino, es hospitalidad social, ánimo, acción. La ritualidad es la voz de la sociedad, el gesto de la comunidad, el lenguaje siempre igual, plasmado durante los siglos, que acoge a la pareja en el sueño del matrimonio que la habita. La renuncia al rito, o la desvalorización del rito, responde al deseo de una ritualidad diferente, de una sociedad diferente, de una Iglesia diferente.

Quizá en algún caso, la renuncia al rito, implique una actitud individualista, una presencia social sin misión dual, sin compromiso. La renuncia a la ritualidad del matrimonio supone un deseo de emancipación de las tradiciones, del lenguaje del pasado. ¿Hacia una nueva ritualidad del matrimonio? La ritualidad que acompaña a la pareja en cada momento, en cada etapa emotiva, en cada nueva crisis, cambio o transformación: inicio, pareja, maternidad−paternidad, nido vacío−pareja, viudez. Todo ha de ser abarcado e incluido en la ritualidad. Una ritualidad para seres iguales, para seres libres, para enamorados, para seres en proceso. ¿Alianzas sociales−afectivas? La sociedad intenta regularizar las uniones homosexuales. La Iglesia intenta descubrir formas respetuosas con la dignidad de las personas, pero que no sobrevaloren una realidad en la que el misterio del matrimonio no se realiza como él es.

  • El desafío de los roles: Hombre – Mujer: es muy importante resaltar el nuevo modelo de relación entre los sexos masculino y femenino que se está globalizando en nuestro tiempo. El modelo patriarcal ha entrado en una profunda crisis que se va extendiendo por todo el mundo, aunque se le resistan los regímenes autoritarios. Ante este movimiento imparable, las mujeres son cada vez más conscientes de sus derechos y deberes y afirman con mayor convicción su propia identidad. A la vez, los varones sienten que también deben redefinir su identidad y su lugar en las relaciones humanas. El reajuste resulta difícil y complejo, después de tantos años y siglos de desequilibrio entre los sexos; por ende, la sexualidad humana se está viendo profundamente replanteada y transformada. Efectos de esta globalización son los cambios de las leyes, una nueva repartición de tareas y el surgimiento de nuevos símbolos entre hombres y mujeres.
  • La inclusión de la mujer en el trabajo remunerado y el consiguiente aumento de sus ingresos económicos, le permite mantenerse por sí misma y aun cuidar de sus hijos sin necesidad de marido. La creciente autonomía de la mujer influye en la formación de los hijos (¡hay ya muchas familias sin padre!); quien se educa en tal tipo de familia suele adoptar una personalidad más flexible y capaz de realizar la reconstrucción del yo, en lugar de definirlo, mediante la adaptación a lo que en otro tiempo fueron los roles sociales; por otra parte, crecen los inadaptados, rebeldes sociales al faltar el testimonio socializador de los cónyuges. Por una parte hay una creciente disolución familiar, y por la otra, hay señales de recomposición de la familia bajo nuevas formas más igualitarias. La biotecnología, que permite separar fecundación humana, relación sexual y amor recíproco, contribuye a problematizar la nueva identidad de la familia.
  • Además, la nueva realidad familiar (un progenitor ausente o ambos progenitores trabajando para el sostenimiento, y por ende, falta de catequesis familiar) produce una discontinuidad de la transmisión tradicional de la fe, basada en la vivencia religiosa familiar; ante esta realidad creciente; por ello, la Nueva Evangelización tendrá que pasar de la herencia de la fe de padres a hijos, a un proceso de interesar, formar y convertir adultos, en un ambiente de múltiples competidores. En este momento histórico, la Iglesia, reconoce que solo la familia nuclear responde verdaderamente al plan salvífico de Dios. Ella se pregunta qué puede hacer, como madre y maestra, frente a numerosos grupos familiares en situación difícil o irregular, a fin de que constituyan espacios de educación humana y formación en la fe.

Conclusión

Aunque el recorrido de mi reflexión ha sido amplio, aunque he dividido nuestro camino en catorce etapas (14 capítulos) y en tres grandes momentos (contexto, historia, visión), tengo la impresión de que todavía quedan muchas cosas por decir. Espero las teologías del matrimonio escritas por las parejas, las teologías del amor escritas por quienes están profundamente envueltos en las aventuras del amor en todas sus dimensiones; espero las teologías de la pareja y la familia que tienen en cuenta la variedad cultural, religiosa, confesional de nuestro mundo.

Tengo la satisfacción de haber realizado esta reflexión teológica conectado a muchas realidades, a muchísimas experiencias, autores y autoras, culturas. Además de las numerosas citas que jalonan este trabajo, podría haber colocado otras muchas que responden a experiencias vividas. No ha sido fácil ofrecer síntesis. Pero sí me ha resultado apasionante descubrir nuevas perspectivas que permiten vislumbrar una nueva etapa en la comprensión de la Iglesia y en su acción pastoral.

Mi trabajo ha sido eminentemente teológico. He intentado contemplar la realidad esponsal y familiar desde la perspectiva de Dios: “lo que Dios ha unido…”, “donde dos o tres estén reunidos en mi nombre… allí estoy yo”. La teología es el espacio más dilatado que el ser humano puede imaginar. Es el espacio divino desde el cual todo se puede comprender de forma diferente y en el que se puede vivir la “libertad de los hijos de Dios”.

Sólo espero que muchas personas, parejas, muchos matrimonios y familias puedan encontrar en este texto luz para descubrir el don que han recibido, para sentir cómo el Espíritu Santo actúa permanentemente en ellos y cómo llevan las marcas del futuro escatológico.

La fidelidad y la fecundidad son las puertas de la Resurrección… porque Amor no pasa nunca.

 


Extraído del Blog «Ecología del Espíritu»

Alegrarse con los demás

28 de septiembre de 2024
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Siguiendo las reflexiones sobre la familia que propone el Papa Francisco en su exhortación apostólica, nos encontramos con este título. Sin duda, una síntesis de muchas otras aptitudes que hemos venido comentando a propósito del amor en el matrimonio.

Iniciemos definiendo a la alegría para comprender mejor lo que nos propone el papa Francisco. Conforme las definiciones más comunes que hay al respecto, diremos que la alegría es el sentimiento grato y vivo que comporta emociones placenteras y que responde a un suceso valorado como favorable.

Un suceso que también provoca un buen estado de ánimo y la sensación de confianza y júbilo. Quizá justamente por este motivo, la mayoría de los estudios sobre la felicidad incluyen a la alegría como una de sus expresiones más contundentes.

Hay que resaltar que alegrarse por uno mismo y por los demás, es un signo de nuestra capacidad emocional de captar lo bello, lo bueno y amable de la existencia y además evidencia nuestra apertura y empatía.

Empecemos por preguntarnos ¿nos causa satisfacción que los demás se alegren con nuestros logros, eventos y situaciones favorables? ¿qué nos motiva a compartir nuestras alegrías con otros?

Cuando obtenemos algo que nos provoca un estado de euforia (la superación de un problema, un buen trabajo, un reconocimiento, un suceso feliz, etc.) ¿acaso no tenemos una urgencia de compartirlo con quien amamos?

Como decía Santo Tomás, la alegría siempre provoca una dilatación de la amplitud del corazón.

Lo entenderá si lo pone en su experiencia personal. Es muy natural sentir amplitud cuando estamos alegres y tener esa sensación de que “es mejor cuando es posible compartirlo”. De hecho, es muy natural que guardemos la expectativa de que los demás también se alegren y con ello, confirmen que les importamos y que nos quieren.

Lamentablemente, en nuestro tiempo, la lógica del individualismo genera complicaciones en este tema. El egocentrismo hace que muchas personas exijan a otros que se alegren con lo suyo, pero al momento de compartir los logros ajenos, les resulte imposible sentir alegría.

Evidentemente, si el centro de satisfacción es el “yo” es muy fácil que ese “yo” necesite compararse y competir con los demás y al hacerlo, encuentre razones para no alegrar-se por los logros de los demás.

En los casos más extremos, la envidia y los celos eliminan cualquier posibilidad de alegrarse con otros y por otros. En el centro de esta dificultad además de un ego implacable, existe una oculta necesidad de auto afirmarse mediante la comparación y la competencia.

¿Como podría alegrarme si el otro tiene algo que yo quisiera para mí? ¿Cómo podría alegrarme de los logros de los demás si yo necesito sentir que soy mejor que ellos?

Sin duda, estos cuestionamientos dejan ver con claridad que la capacidad de alegrarse con los demás implica una trascendencia del yo. Un olvido de mis intereses personales a favor del otro.

Observémoslo con detenimiento. Imagine usted que su pareja le comenta un logro personal, ¿cómo reacciona? ¿se pone usted como centro de referencia o pone al otro?

Si usted es la referencia central, quizá le surjan preguntas como: ¿en qué me beneficia? o ¿en qué me afecta? En este caso, claramente no sentirá regocijo a menos que evalúe la situación como provechosa para usted y, por tanto, no podrá compartir honestamente la alegría de su pareja. Cruda realidad del egoísmo o de alguna defensa psicoemocional.

Ahora piense en lo contrario. Usted no es el centro de referencia sino el otro. Su pare-ja está feliz y además siente la necesidad de compartir con usted ese momento. ¿Acaso no es para celebrar que sea usted esa persona especial? ¿Acaso la alegría no es por sí misma una celebración de la vida?

Responda con honestidad, pues de esta reflexión puede indagar sus propias dificultades empáticas o quizá, identificar esos resentimientos que a veces guardamos y que nos impiden sentir la alegría de los demás.

Es un hecho que la alegría contagia al hogar cuando es honestamente compartida. Alegría que además habla de generosidad pues es tan generoso el que la comparte como el que es capaz de recibir-la.

Recordemos como cristianos la parábola del hijo pródigo y recapacitemos en la actitud del hermano que resintió la celebración. Seguro comprenderemos con la sencillez propia del lenguaje de Jesús, toda la profundidad que significa la capacidad de celebrar la alegría como familia.

Fuente de imagen: Depositphotos