CIENCIA Y FE ¿REALMENTE UN CONFLICTO?

2 de marzo de 2005
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Introducción

El saber humano es siempre relativo a las realidades del mundo; la matemática no es el lenguaje de la naturaleza, es el lenguaje de nuestro cerebro interpretándola. Esta es la gran dificultad que tiene que enfrentar la intuición del hombre: si, como dice la definición clásica, la ciencia es el conocimiento cierto de las cosas por sus principios y causas, si es el cuerpo de doctrina metódicamente formado y ordenado, que constituye un ramo particular del saber humano , entonces bien magras resultan las posibilidades de la mente humana de cara a la realidad del mundo. Decimos esto pensando en que el mismo proceso del conocimiento, es decir, de la compleja interacción de la realidad (tanto interior como exterior al hombre) con los medios o instrumentos de percepción (que aquí llamaremos neuralidad), dista mucho de estar bien dilucidada en este momento de la historia .

Con lo anterior en la mente, podemos incoar la dificultad en la “maraña” de interacciones que hay entre las ciencias, la filosofía y la fe . Ya que el cerebro humano se encuentra en el crucero de caminos entre la realidad y la imagen que logramos de ella, es decir, de la interpretación o hermenéutica de dicha realidad, está claro que no podemos prescindir de una cierta humildad mínima que nos haga reconocer la dosis sana de relativismo en nuestro conocimiento. Ni el subjetivismo, ni el objetivismo puros son capaces de informar al hombre acerca de las reglas del comportamiento del mundo, ni de consolarle en la desazón de la existencia. Sí, el espíritu del hombre necesita consolación para la brevedad de la vida , que puede ser, a la vez, dolorosa y maravillosa, siempre apasionante.

Lo que las ciencias dicen a las religiones

Es común que se hable de “la ciencia” como si se tratase de una disciplina perfectamente monolítica y unificada en todos sus criterios de discernimiento. No es así; las ciencias se deben mencionar en plural, a no ser que se trate de un matiz común a todas ellas. Baste para comprender esto tomar en consideración la gran diversidad de lenguajes y simbolismos, muchas veces dispares y hasta contradictorios, las perspectivas de apreciación de la realidad tan diversas. Así, por ejemplo, la física consideró durante siglos al tiempo ya como parámetro, ya como dimensión, coordenada o grado de libertad de los sistemas; siempre tan simétrico e indiferente al sentido de evolución de la naturaleza. Sin embargo, la biología sí que se vio obligada a tomar siempre en cuenta la dirección y el significado de la organización de los seres vivos. Así y todo, a comienzos de los años cincuenta, Einstein confesaba que para él la temporalidad sólo era irreversible de manera ilusoria, y ya hacía muchos lustros que la taxonomía de Cuvier y la teoría de la evolución de las especies de Lamarck y Darwin gozaban de amplia aceptación. No es sino a partir del desarrollo de la termodinámica de los fenómenos irreversibles desarrollada por De Donder y Prigogine (eso sí, partiendo en buena medida de las ideas de Boltzmann) que en la física se empieza a considerar seriamente este tema.

La matemática misma , con su lenguaje simbólico, no pocas veces se ha visto retada a desarrollar elementos de investigación novísimos en aras a mantener la coherencia de su aparato de pensamiento. No obstante, esta disciplina ha procurado un sinfín de herramientas conceptuales y estructurales al pensamiento científico; tanto, que es esta forma muy particular de poesía la que más puede contribuir a jerarquizar el pensamiento, poniendo un orden definitivo (aunque a veces discutible) en las ideas y en su concatenación.

A pesar de esto, las ciencias sí plantean al mundo de la fe una serie de preguntas (que, de hecho, se formula a sí misma también) que tocan de lleno los límites del conocimiento. Esto no significa que dichos límites, una vez alcanzados, se vean detenidos cual muralla, sino que, susceptibles ellos también de evolucionar, se han visto simplemente alcanzados por el impulso de la voluntad humana. En pocas palabras, pensando en voz alta, las ciencias dicen sus límites y con ello muestran una peculiaridad del espíritu humano, a saber, que es un espíritu inquieto. Por ello, todo lo que pueda proceder de esta inquietud interpela al hombre en su condición de hombre, no sólo de hombre de ciencia .

Baste mencionar aquí algunas de las principales cuestiones que las ciencias se encuentran en este momento: el origen y el fin del universo ponen de relieve la búsqueda de un comienzo, la teleología cósmica y el sentido del tiempo; la termodinámica de los fenómenos irreversibles que intenta formular los criterios por medio de los cuales la materia “decide” asumir una u otra estructura o forma de organización; las mismas rupturas de simetría, que ocupan al cosmos entero ; partiendo, la franca asimetría que existe en la distribución morfológica de las biomoléculas , tan íntimamente asociado a la aparición del fenómeno de la vida; la vida, como una universalización de la biología; la vida inteligente, que a manera de ardid de la naturaleza pareciese que entra en el mundo para que el cosmos se piense a sí mismo ; la enfermedad, esa forma anormal de vida en la que se conjugan rupturas de simetría, cargas emocionales profundísimas y conciencia de la irreversibilidad de los fenómenos naturales; la muerte como disolución de las estructuras establecidas.

Todas estas cuestiones, entre las más relevantes, tienen en común que confrontan a los hombres de ciencia con la enorme incapacidad de la metodología, del lenguaje y de las herramientas para estudiarles exhaustivamente. Nos parece que aquí nos enfrentamos a los arcanos o a las cosas que permanecen secretas para las ciencias; como si viésemos de pronto cosas inaccesibles a la razón. Aquello que provocó que paulatinamente surgiesen las diferentes disciplinas científicas, la utilización sistemática del pensamiento comprobable y modelable de los fenómenos naturales, huyendo de cualquier forma de ideación mágica o totémica, se ve de súbito paralizada ante problemas que la rebasan. Tal parece que no habíamos parado mientes en que el mundo que pretendemos comprender como si no formásemos parte de él, nos incluye adentro de él; inclusive nos da la impresión de que nuestra libertad, tan aparentemente independiente de todas las cosas del mundo, también está irreparablemente sujeta a las reglas del juego universal. O, tal vez, podemos pensar que sólo le falta a las ciencias desarrollar las diversas técnicas o útiles para redefinir esas problemáticas y, esperando la lógica evolución del conocimiento, resolverlas de forma convincente.

Como sea, las ciencias se encuentran en una situación muy particular; por un lado se ha dejado entrever la gran penetración que tienen en la organización del mundo pero, por otro lado, no esconde su malestar ante preguntas que incomodan a dichas ciencias, porque parecen violentar las bases sobre las que se construyen. A saber, éstas se resumen en el hecho “indiscutible” de que en el mundo hay algo en lugar de nada; este axioma ha barreado el coto de caza de las ciencias y, en consecuencia, cerrado la posibilidad a la investigación profunda del por qué de las cosas. Perfectamente natural, dirían algunos, pues las ciencias deben concretarse a investigar los eventos que se puedan reproducir en laboratorio o conceptuar de manera controlada. Pero incluso este razonamiento, que es el más limitante para el conocimiento científico, muestra que cuando las ciencias llegan a su límite, justamente llegan al límite del conocimiento científico, no del conocimiento a secas.

En esto último radica la dificultad más relevante para las ciencias, ya que ellas se ocupan muy principalmente de los mecanismos íntimos de la mente humana. Sin embargo, como lo hemos mencionado en el listado de las grandes preguntas que las ciencias se hacen, la inteligencia es una de esas preguntas; y más allá de la admirable organización de la corteza cerebral, se encuentran los aspectos estrictamente epistemológicos y los argumentos que la mueven del conocimiento experiencial y “geométrico” hacia el nivel de la intuición . Esta intuición es la percepción íntima e instantánea de una idea o de una verdad, tal como si se tuviera a la vista; es la facultad de comprender las cosas instantáneamente, sin razonamiento; es, como se diría en teología, la visión beatífica misma. Ahora bien, expresiones como la última resultan totalmente aberrantes en el ámbito de las ciencias llamadas exactas. De acuerdo, pero sí que tendremos que reconocer que sin la experiencia intuitiva resulta muy difícil abordar los problemas mencionados arriba; es más, le quitaríamos al pensamiento científico uno de sus utensilios más valiosos, gracias al cual la civilización, como sea, ha avanzado en su construcción y en su afianzamiento. Pero, de igual forma, si los hombres de ciencia se negaran a sí mismos la posibilidad de comprender el mundo con todas las posibilidades que les ofrece (y la intuición es una de ellas) sufrirían de una miopía espiritual tal que confundirían las partes con el todo, lo finito con lo infinito; sería como aquel a quien mostrándosele la Luna con el dedo, se concentrase sólo en observar el dedo, no la Luna.

Desde los comienzos de los estudios científicos del mundo se planteó la cuestión de la metodología de su investigación; desgraciadamente, con los siglos y algunas experiencias desafortunadas, ese análisis quedó cada vez más relegado a algunos filósofos interesados en el devenir de las ciencias o a algunos hombres de ciencia que hacia el final de sus existencias consagraron un tiempo a meditar al respecto. Pocos han sido, en cambio, los hombres que desde el terreno de la fe consideraron el papel del hombre en el mundo. El distanciamiento que se labró en unos siglos fue tal que, en algunas ocasiones, llegó a haber un desprecio abierto entre ambos grupos de intelectuales (en detrimento de ambos también). Vemos ahora cómo las ciencias postulan vías de entendimiento que arrojan no poca luz en la forma en que se conoce la realidad, aún no sabiendo qué es eso exactamente.

Innegablemente, por ejemplo, la lectura del genoma humano representa un gran paso en la lectura de la realidad material subyacente al hombre; pero ello no quiere decir, ni por asomo, que esa realidad ya esté totalmente desplegada (así sea en potencia) en dicho código genético. Toda proporción guardada, sería como pretender leer un diario chino con la sola ayuda de un diccionario chino-español, español-chino. El cerebro humano es un objeto histórico, es verdad; pero quien pretenda que la historia es sólo memoria, le está quitando a la primera la posibilidad de ser interpretada en aras al devenir de la humanidad. De igual manera, el hombre tiene inevitablemente un substrato material, indispensable para desarrollar sus potencialidades. ¿Dónde radica la voluntad del hombre? ¿Cuál es el sitio en el que sienta sus reales la creatividad y la imaginación? ¿Por qué el ser humano es, hasta donde sabemos, el único ser que puede pasar de ver a observar, de oír a escuchar, de sentir a experimentar, etc.? Porque la realidad humana posee muchas facetas y matices, que aun teniendo instintos, puede incluso dejar de comer para contemplar el mundo, el espíritu humano y lo invisible; porque es capaz de comprender que no se basta a sí mismo, ni como individuo, ni como estirpe; porque su auténtica vocación es la inquietud; porque sólo la desmedida es su justa medida.

Las ciencias tienen en sus manos el poder de penetrar en la intimidad del mundo y, empero, podemos predecir con siglos de adelanto, cuándo una estrella será ocultada de nuestra vista terrestre por un planeta, pero no podemos decir por adelantado el lugar en el que caerá un rayo que puede matar a una persona. El cálculo de las probabilidades ha tomado en buena medida la estafeta de la Providencia, aunque la consolación que se puede recibir de la segunda, el primero no tiene la más mínima posibilidad de otorgarla. ¿Son por ello la estadística y la probabilidad disciplinas “inútiles”? No, precisamente; las ciencias son útiles; la Providencia es estrictamente hablando inútil, ya que en realidad es supra-útil. Y el hombre tiene necesidad de ambas.

Cuando se teje una media, se puede discutir en longitud acerca de cuál es el punto de tejido más hermoso, el más conveniente, el más cómodo, etc. Pero nadie podrá negar que sólo tiene sentido hablar de tejer una media si se tiene presente en la mente y en las manos tejedoras que esa media se destina a una pierna (que, además, se encuentra en permanente crecimiento). Así, las ciencias tejen una realidad cósmica de incalculable valor; pero lo que ellas tienen que decirle al mundo de la fe es que no se puede olvidar que ese conocimiento entretejido, lo está, sí, con la realidad humana también. La Creación aspira con todas sus fuerzas a conocer la revelación del hombre, del hombre de ciencia que honestamente investiga su realidad circundante, sin con ello excluirse a sí mismo.

Lo que las religiones dicen a las ciencias

Si las ciencias guardan una diferencia fundamental con las religiones en lo referente al lenguaje, no resulta menos llamativa la constatación de que tanto unas como otras buscan una coherencia similar al tender a satisfacer el espíritu humano. Sin embargo, el ámbito de la fe también posee su propio marco de referencia; un marco que echa mano de lo invisible, reconociendo así que la realidad humana rebasa con mucho cualquier explicación totalizadora y previsora del misterio del hombre. El hombre es, antes que nada, una singularidad imprevisible; por eso todos los modelos propuestos para la personalidad han fracasado en mayor o en menor grado .

El hecho religioso ha constituido desde sus orígenes un intento muy serio de respuesta ante la desolación de la muerte, que parece tan injusta, imprevisible, inoportuna y coartadora. Desde que el hombre se dio cuenta de que la muerte era un evento irreversible, buscó la consolación de una idea, concepto, estructura, ente, que lograse mitigar su pena, secar sus lágrimas y darle las fuerzas necesarias para reemprender la vida con sus luchas, búsquedas e incertidumbres. Nunca fue el hecho religioso, originariamente hablando, una actitud de cobardía; muy por lo contrario, la búsqueda de trascendencia constituyó uno de los primeros pasos que marcaron para siempre la entidad humana como tal; probablemente la hominización se consolidó con semejantes actitudes. La necesidad de saber qué sucede después de la muerte, de encontrar una unión con el más allá, lo sobrenatural ha existido siempre. Todas las religiones intentan ofrecer respuestas a esas preguntas. Judaísmo, cristianismo, hinduismo, sintoismo, islamismo, budismo, tienen en común el ser el último recurso del hombre en presencia de lo irracional. Las religiones se manifiestan por una serie de ritos, gestos, símbolos, creencias, dogmas, que hacen que el hombre profano penetre en el mundo sagrado. El hecho religioso nace justamente del encuentro frontal entre la conciencia del hombre y lo inefable. Cada religión tiene su propia personalidad, ligada a la de su fundador y al contexto histórico, geográfico y político en el que apareció.

A partir de mediados del siglo XIX las ciencias se desarrollaron de manera exponencial (sin temor a la exageración); tanto fue esto que las más de las veces el entendimiento se vio superado por la voluntad, lo que en muchas ocasiones trajo como consecuencia traspiés en terrenos como el de la ética y la moral científicas. Por su parte, el pensamiento religioso se encontró muy seguido en conflicto con dichos resultados, no sólo porque quedaba en entredicho la interpretación que de la realidad hacía ese pensamiento; también la metodología y la sistemática negación de cualquier procedimiento no comprobable (según la misma metodología) constituyeron el punto neurálgico de las relaciones entre las ciencias y las religiones. También se debe decir que en el mundo de la fe se dieron espíritus preclaros que consagraron una buena parte de sus esfuerzos al análisis del pensamiento científico y de sus procederes.

De igual forma que las ciencias plantean problemas de gran envergadura al hombre, poniendo en evidencia los límites de su conocimiento comprobable, las religiones ponen a prueba las consistencias del pensamiento intuitivo, hasta sus últimas consecuencias. Aspectos fundamentales de este pensamiento son: la Creación como emanación del cosmos a partir del Ser Divino; la manutención del universo ; el sentido (como dirección y significado) del mundo ; el pecado y la disolución del plan de Dios ; el sentido de culpa y la necesidad de perdón, con la proporción de intencionalidad que tiene el pensamiento y la acción humanas ; la Redención, cuando el hombre experimenta la necesidad de salvarse de una situación evidentemente enfermiza como el egoísmo, el repliegue sobre sí mismo y la ceguera sobre la realidad del otro ; el fin de los tiempos, esto es, la escatología del ser; las consideraciones acerca de la temporalidad, ya sea lineal (como en las religiones estrictamente monoteístas), ya sea cíclico (como en las religiones que aceptan la trasmigración de las almas); la trascendencia y la actividad del grupo humano en el mundo (misiones, deberes, acciones sociales, etc.); realidad trascendente del cosmos como totalidad llamada a dialogar con el infinito en un encuentro transformante en definitiva.

Tales retos para el intelecto que intuye y busca en la obscuridad de la irracionalidad, o mejor aún, de la transracionalidad, la luz del sentido total, son monumentales y, eventualmente, sólo se pueden abordar desde una perspectiva creyente, es decir, desde la fe En efecto, este proceder de las religiones muestra lo complejo que resulta para la mente humana considerar el horizonte del conocimiento. Sin embargo, no es por ello que la fe sea sólo una confesión de ignorancia; es, antes que nada, un anhelo certero de alcanzar a toda costa una verdad inefable. Vemos, pues, que su método es enteramente distinto al de las ciencias y, no obstante, logra su cometido. ¿Hay una contradicción frontal ahí? Pensamos que no ya que el cerebro que estudia las razones físicas de una aurora boreal es el mismo que puede ver a Dios en un arrobamiento.

Si se analiza de cerca la lista de tópicos propuestos por las religiones se podrá constatar, sorprendentemente, que es bastante paralela a la de las cuestiones centrales de las ciencias. Nuevamente, es normal; finalmente, el hombre de fe y el hombre de ciencia aspiran a desvelar todas las facetas de la realidad, esto es, ambos buscan denodadamente arrojar luz en el espíritu humano, justificando plenamente su presencia en el mundo y fijando su propósito, su destino, su devenir, su razón de ser. El mundo es una especie de obra de teatro complejísima, apasionante e impredecible en muchos aspectos ; desearíamos conocer el plan de la obra. El escenario no es simplemente una gran habitación obscura que tendríamos que ir descubriendo poco a poco, hasta agotar las posibilidades, no; es una habitación cuyo tamaño varía constantemente, en donde las reglas mismas del juego cósmico no parecen estar fijas de una vez y para siempre, en donde el observador forma parte del escenario. Es verdad que el hombre de fe asume algunas consideraciones que no pueden ni ser demostradas, ni refutadas con base en la experiencia espaciotemporal; pero, las ciencias hacen otro tanto cada vez que deben asumir la parte operacional de sus principios.

Las religiones, que apelan al principio de no contradicción, interpelan a las ciencias en cuanto que son actividades humanas que tienen en sus manos la posibilidad de construir o destruir a la humanidad. En cuanto a construir o destruir el mundo como tal, la auténtica ecología consiste en asumir la presencia humana al interior del mundo y que cualquier actitud inconveniente o simplemente discorde con las reglas de ese mundo afectan primordialmente al hombre mismo; el universo tiene sus capacidades de reacción ante esa “infección” que le ataca llamada “hombre”. Es indispensable, pues, que el ser humano vea más allá de sí mismo, que trascienda .
Se puede jugar con las palabras y pensar que “ver lo invisible” es algo como asomarse al microscopio y descubrir bacilos; o predecir en un papel la existencia de un planeta aún no observado al través del telescopio. Eso sería caricaturesco para la condición del pensamiento humano. En efecto, el espíritu tiene la capacidad de viajar hasta donde nunca pueda ir, hasta los mundos que sólo los sueños pueden acariciar; empero, el precio que se paga para ello es que se tiene que ceder el nivel de conocimiento que poseía al restringirse a la constatación del laboratorio; debe hacer la transición del lenguaje de la imagen al del símbolo, de la palabra tecnificada a la metáfora, del vocablo sonoro al silencio evocador de la contemplación. Ambos niveles son indispensables para el hombre, ambos estratos garantizan al ser humano el alimento a su acción y ninguno posee mayor o menor grado de precisión que el otro. ¿Por qué esta diferencia y este salto de nivel de realidad? Porque no hay común medida entre lo finito y lo infinito, entre lo contingente y lo necesario . En la naturaleza todo es contingente; las religiones asumen dicha contingencia y la acercan a lo necesario, sin jamás alcanzarle. Por eso las religiones son fundamentales, como pensamiento trascendente ; sin ellas, ni el hombre de ciencia, ni el artista, ni nadie podría aspirar a intuir el devenir misterioso del hombre, del mundo y de toda la realidad. “El hombre es él y su circunstancia” , sí, pero pensamos que el hombre es él, su circunstancia y más. Ese agregado a la realidad del hombre es con mucho la porción más amplia de la realidad humana y las religiones nos recuerdan que ella es indispensable para que la felicidad sea no un premio al esfuerzo, sino el esfuerzo mismo. Por eso el auténtico mundo de la fe no puede prescindir de la materia y sus leyes; no es ese un mundo desencarnado, que se encontrara fuera de la realidad. Una psicosis colectiva no sabría consolar a los individuos, ni sabría infundirles esperanza, razón de vivir y sentido al cotidiano vital, tan lleno de tiempo y de su huella, el espacio.

¿Cuál es el peso específico de cada instante? La termodinámica de los fenómenos irreversibles balbucea una respuesta tentativa: la organización de la materia, las rupturas de simetría y la tensión del devenir de los sistemas (las estructuras disipativas). Las religiones afirman, en cambio, con una palabra rotunda que ese peso es la eternidad; de tal suerte que todo se juega en el ahora, incluso la materia con su devenir, pero también la conciencia del hombre, su percepción del mundo, la existencia de su cuerpo y el cuerpo de su existencia. ¿Podría ser de otro modo? Pensamos que no; el concepto de un ser pensante que únicamente acepta lo que se demuestra termina no viendo lo que se le muestra . Tenemos que superar la tentación de la ignorancia porque el hombre limita al sur con la tierra, al este con sus recuerdos, al oeste con sus temores, ¿y al norte? También la Polar queda al sur.

Los hombres no se conocen a sí mismos: su carne es opaca. Y su carne significa dolor. No sólo superficialidad, impureza, narcisismo, sino también, y principalmente, sufrimiento. Es como el costado dolorido del alma, aquella parte suya, vulnerable por definición, que está en contacto con todos los agentes erosivos. Mientras el cuerpo, capaz de placeres muy fugaces en sus zonas más exteriores, es por dentro una semilla de muerte, el alma, con facultades de gozo imperecedero en la raíz de su ser, sufre y pena y es castigada en su vertiente limítrofe con la carne, allí donde la carne se adelgaza y sutiliza tanto que se hace ya alma, alma vulnerable . La fe le recuerda a las ciencias que el tiempo es corto y que hay que aprovecharlo; que el tiempo es lento y que hay que tener paciencia; que el tiempo es irreversible y que hay que mirar al futuro; que el tiempo puede ser redimido y que hay que mirar al pasado; que el tiempo es el paso del Eterno por nuestras vidas y que hay que estar atentos al presente, al ahora . Todo esto lo saben bien los buenos hombres de ciencia que entienden que información no es entendimiento, como lo sabía aquel sabio que escribió en su diario: “Así como el enamorado no cesa de repasar una y otra vez las líneas del rostro de su amada en aquel camafeo, descubriendo más y más razones para seguir amando… Así vuelvo a encontrar las trazas de la asiduidad, de la dicha, del honor y de la gratitud en los quiebres de las células, en las texturas de los tejidos y en el milagro de los órganos, al través de aquel camafeo del campo microscópico…” Si quisiéramos resumir aquello en lo que se encuentran en perfecto acuerdo las ciencias y las religiones, tendríamos que recordar lo que dice Dn. Santiago Ramón y Cajal de que “observar sin pensar es tan peligroso como pensar sin observar”. El mensaje central de la fe para las ciencias es un ejercicio de memoria pues saber es recordar y, esencialmente, recordar la incompletez del hombre; recuerda que no por ver el horizonte como una línea, no se encuentre nada más allá de ella; que la verdadera naturaleza de las cosas, como las presentan los niños y los poetas, como lo prueban los santos, es el milagro.

La epistemología de la realidad

Los presupuestos y las condiciones iniciales de las ciencias y de las religiones son esencialmente las mismas, a saber, que la realidad es inteligible (racionalidad de peso ontológico, es decir, del nivel del ser), que el hombre posee la capacidad de abordar con el entendimiento dicha realidad, aunque no la agote (epistemología) y que el conocimiento de la misma tiene un inevitable valor asociado (ética). Como se puede ver claramente, este fondo común tiene como cimientos la forma concreta en la que el cerebro humano percibe lo real; esto es, que no se puede desprender el hecho de la percepción del de la interpretación . La rama de las ciencias que se denomina neurociencia ha trabajado desde hace unos veinte años con este fenómeno y ha venido revelando la inesperada complicación del hecho interpretativo; sin embargo, la filosofía o, más concretamente, la epistemología, que es mucho más antigua, ha desvelado poco a poco las líneas de razonamiento de la mente. En otras palabras, neurociencia y epistemología tienen un área enorme de intersección, la hermenéutica.

Otro elemento que apoya lo que acabamos de afirmar es que tanto las ciencias como las religiones experimentan la profunda necesidad de tener un referente inmutable, fijo, absoluto; las primeras han pensado, a lo largo de la historia, en el sistema de las estrellas fijas, en la velocidad de la luz, en la vida, en las fluctuaciones cuánticas del vacío, etc. y les han llamado axiomas; las segundas han hablado del Único Necesario, del Uno absoluto, del Padre Eterno, del Todopoderoso, etc., siempre conceptuando al Sumo Hacedor como dogma.

A pesar de la obvia similitud entre ambos caminos, también se puede entrever la razón profunda de la discrepancia entre ellos. Las ciencias no pueden construirse, como hemos dicho más arriba, sin la investidura de la comprobación, es decir, de la posibilidad de reproducción del hecho en el laboratorio de la voluntad del hombre o en la naturaleza misma. Así que los eventos aislados o no tratables desde un punto de vista estadístico interesan bien poco a las ciencias; y es normal, puesto que no pueden construirse conocimientos sistemáticos sin la periodicidad que evite contrasentidos. De hecho, lo singular sólo interesa a las ciencias en la medida en que se presenta como anormal . En contra, las religiones tienden a hablar de un “evento” único, irrepetible, imposible de ser reproducido, incluso inenarrable. Es más, lo estadístico no se considera de ningún valor, desde la perspectiva de la trascendencia. El hecho singular es enorme , independientemente de que sea grande y/o precario, y es la garantía de que la realidad rebasa cualquier idea o concepto, siendo el mayor reto al espíritu humano.

Ya el filósofo y gran hombre de ciencia Gottfried Wilhelm Leibniz se dio cuenta de que el hecho de saber que en el mundo hay algo en lugar de nada tiene que ver con la trascendencia del cosmos; la contingencia de las leyes de la naturaleza se muestran, sobre todo a partir de las teorías de la relatividad general y de la mecánica cuántica, como definitivamente “inestables”, epistemológicamente hablando. Por ejemplo, la existencia del éter es necesaria de cara a la filosofía de las ciencias, cuando se habla de la propagación de las ondas electromagnéticas en el “vacío”, independientemente de los experimentos de Michelson y Morley; asimismo, la idea de los saltos cuánticos en una materia entrecortada fue un ardid indispensable en la explicación del efecto Zeeman anómalo y en la radiación del cuerpo negro; pero se trató sólo de eso (inicialmente), de un ardid que surtió efecto y con el que ni siquiera su fundador, Max Planck, estuvo después de acuerdo.

Cuando P.A.M. Dirac, en los años cincuenta, expresó las constantes más importantes de la física en términos de unidades naturales , encontró que todas esas constantes se reducían ya sea a la unidad, a cero o a -1, excepto tres: la edad del universo , la constante de gravitación universal y la constante de interacciones débiles . Su conclusión fue muy simple: la constante de gravitación universal es inversamente proporcional a la edad del universo; es decir, que la constante de gravitación universal no es constante y que, en consecuencia, depende del envejecimiento del cosmos. Él mismo se sorprendió sobremanera cuando vio esto y se concretó a subrayar su asombro sin dar un paso más allá. De igual forma, Ilya Prigogine mostró al mundo la importancia de tener en cuenta el carácter irreversible del tiempo en la autoorganización de la materia; que no es posible inferir ningún resultado sólido si no se tiene en consideración dicho comportamiento del mundo; pero no llegó a concluir que el tiempo siempre toma la iniciativa en el desenvolvimiento de la naturaleza, en las grandes decisiones de la evolución y en la selección de estructuras, haciendo con ello del espacio la huella del tiempo (aunque habría que mencionar que el hecho de considerar al tiempo como un operador –en franca contraposición con Newton y con Einstein- ya conlleva la consecuencia de que es el tiempo el principal “hacedor” de espacio). ¿Qué sucedió con estos sabios? ¿Tuvieron miedo de ir más allá de sus conocimientos comprobables en el laboratorio? Pensamos que simplemente, como hombres muy honestos en el pensamiento, se dieron cuenta de que se encontraban en los umbrales del conocimiento científico, en el borde de la verdad humanamente cognoscible; sintieron que se encontraban en un terreno extremadamente resbaladizo y optaron por la actitud más sabia, el silencio.

Algo similar le ha sucedido en otro terreno a los sabios teólogos, a los grandes místicos, que ante lo inefable pararon mientes de que no sabían nada, de que por mucho que hubiesen meditado sinceramente en la trascendencia del mundo y del hombre, en la naturaleza de Dios y en la “deificación” del hombre, sólo habían estado dando bastonazos en la obscuridad y tropezando o dando traspiés las más de las veces. Cuando santo Tomás de Aquino, después de haber escrito un gran número de obras profundísimas sobre la naturaleza del mundo, del espíritu del hombre y del ser de Dios, se quedó fuera de sí y concluyó, ante su secretario atónito, que se acababa de dar cuenta de que todo lo que había escrito en su vida sólo era paja, en realidad acababa de poner los pies en la eternidad, en ese séptimo cielo que es el toque de la divinidad.

No niego que entre los mundos de las ciencias y de las religiones puede haber un abismo de diferencia en muchos sentidos, pero tampoco niego que la honradez del pensamiento, del acto y de la existencia toda ella versada en la búsqueda de un hilo conductor de la verdad, si no ya de la verdad misma, puede conducir al borde que, al ser sentido en las plantas de los pies, hace correr un frío, un no sé qué por la espalda que “paraliza” en abierta contemplación. Eso que llamamos “honradez del pensamiento” es verdaderamente el más alto grado de silencio interior; y el silencio no es la ausencia de ruido, sino la profunda actitud de escucha frente a un mundo que grita con su sola existencia la fuente de la que procede, la Mano aquella que pasó por los bosques y los dejó cubiertos con su belleza . Sí, más de uno puede escandalizarse por lo que decimos; tanto las ciencias como las religiones son capaces de despertar auténticos éxtasis en aquellos que van hasta las últimas consecuencias de su pensamiento, adoptado éste como fuente del espíritu.
Indiscutiblemente es la muerte la que ha provocado catálisis en el pensamiento del hombre de cara a la trascendencia. El punto final de la vida marca el momento más irreversible de la historia de un individuo ; seguramente el primer hombre primitivo que vio a un congénere quedar súbitamente inmóvil, impertérrito, frío y pálido, que dejó de responder por su nombre o a un gruñido, debió quedar pasmado; ese primer individuo muy probablemente se cuestionó no sólo lo que le había sucedido a su camarada de cacería, digamos; también se habrá cuestionado, porque esa era la impresión más obvia, a dónde se había ido su amigo, pues parecía que ya no se encontraba totalmente ahí, aunque ahí veía su cuerpo inerte. Lo más probable es que en ese día insigne surgiera el primer sentimiento que hoy llamaríamos “religioso”.

Si bien este cuadro se puede encontrar cargado de impresiones mágicas, no está muy alejado de lo que seguramente pensaron aquellos que decidieron llamar al cuerpo sin vida cadáver , no por el sólo hecho de ponerle un nombre distintivo, sino por haber querido mantener alguna forma de identidad. A final de cuentas, la única diferencia entre un cadáver y un vivo, es que el primero ya no puede esconder su miseria. Este motor del pensamiento ha despertado toda clase de ideas en los hombres ; sean jóvenes o viejos, hermosos o maltrechos, varones o mujeres, ricos o pobres, la muerte sí que practica la democracia, no como ese abuso de la estadística a la que estamos tan acostumbrados .

Ya hemos subrayado que el ser , tan íntimamente ligado a la filosofía (en especial a la metafísica), subyace a todas las ciencias, aun cuando no sea el ser mismo el objetivo que se fije; pero por otra parte, estas mismas ciencias bien nos señalan la importancia del devenir en la realidad del mundo. La muerte muestra a ambas formas del pensamiento que hay un pasaje entre el ser y el devenir. El tiempo parece ser la proyección más clara de ese “túnel” que lleva a lo indecible, sin coincidir con él. La extinción de la existencia parece dejar incólume al ser y el devenir lo garantiza. En ese punto se abrazan ser y devenir, ciencia y fe. Este es el desafío, la perspectiva y la respuesta última a lo que nos parecía imposible de conciliar.
El puente que acabamos de sugerir, tendido entre el ser y el devenir, sólo puede ser construido por el conocimiento como ejercicio de las facultades intelectuales, orientadas a abordar la naturaleza de la realidad . Este no es el lugar para desarrollar un tema tan amplio y rico como el de la epistemología; pero sí que podemos afirmar, sin lugar a dudas, que el conocimiento es la tarea fundamental de la existencia humana. Hacemos énfasis en que el conocimiento no es privativo de tal o cual disciplina, de tal o cual persona, de tal o cual época. No, el conocimiento es el gran tesoro de nuestra humanidad; le pertenecemos y nos pertenece a la vez, porque coincidimos con él o, si no, traicionamos irremisiblemente nuestro papel en el mundo. Deberá quedar claro que el conocimiento así entendido no tiene forzosamente que ver con una formación universitaria o con la lectura de muchos libros (cosa que no está nada mal en sí), lo cual labra la cultura. Nos referimos a la inteligencia, es decir, a la rectitud de ánimo, a la integridad en el obrar, al ser decente y decoroso en el pensamiento, que construye belleza, bondad y unidad con su presencia; en pocas palabras, nos referimos a la honradez intelectual, sin la cual nada merece la pena.

La cultura es indiscutiblemente un gran valor, de los más grandes que hay en los hombres; no obstante, la inteligencia otorga el poder de generar más inteligencia, tiene el poder creador y la cultura viene a afianzar este poder y a adornarle con las guirnaldas de su buen olor. El fijador de este perfume es la inteligencia, que cualquier ser humano, por el sólo hecho de serlo puede desvelar en sí. La inteligencia, si es real, conduce siempre al amor. Pues bien, el desafío más fundamental en los terrenos de las ciencias y de la fe es, partiendo de ellas, no ahogar el amor que mana de ellas; la perspectiva que han de vislumbrar para no perecer ninguna de ellas es la de la pasión por sus acciones, siempre y cuando conduzcan al amor; y la respuesta última es el amor mismo. ¿Amor a qué o a quién? Amor ante todo por la condición humana, amor por el pensamiento verdaderamente grande y constructor de una humanidad justa, amor al conocimiento visto no como prurito morboso y ostentoso, sino como misión ineludible y lúdicamente vital.

El conocer es la actividad humana mediante la cual la existencia consciente intenta enunciar e interpretar su experiencia de la realidad. Punto focal de esta realidad es el rostro humano, mezcla viviente de misterio y de significado , de ser y de existencia, de tiempo y de duración; la dimensión divina se abre a partir del rostro humano . El hombre ama naturalmente al universo y desea su bien; y así, para satisfacer ese deseo del hombre, el universo será perfeccionado. Sólo la observancia de los límites, la armonía, concede la verdadera libertad; y esta libertad, a su vez, proporciona el conocimiento. Hay un influjo recíproco maravilloso: la verdad nos hace libres y la libertad interior conduce derecha a la verdad, al sentido profundo de los seres. Lo infinito hace lo finito más real.

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