Charles de Foucauld (1858-1916)

Print Friendly, PDF & Email
Print Friendly, PDF & Email
"Cuando creí que había un Dios,
comprendí que no podría
hacer otra cosa que vivir para él”

Querido hermano Charles:

    Hoy no sabría escribirte sin expresar mi asombro. Cuando me sitúo en el momento preciso de tu conversión y giro la cabeza a izquierda y derecha, no veo la forma de ensamblar esas dos etapas.

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.     Se cuenta siempre la segunda, desde que en 1886 te dejaste alcanzar por Dios y tu vida dio un giro de 180 grados, como escribirías más tarde: "Cuando creí que había un Dios, comprendí que no podría hacer otra cosa que vivir para él. Mi vocación religiosa nació en el mismo instante que mi fe". Te identificaste entonces con los ideales de Jesús: contemplación, servicio, pobreza, trabajo. Por eso viajas a Tierra Santa y, dos años después (1890), ingresas en la Trapa de Nuestras Señora de las Nieves en Francia, y de allí pasas al priorato sirio que la Abadía tiene en Akbès, con el propósito de ser el último de los hermanos. Tanto que aquella vida termina pareciéndote un pequeño lujo. Ansiabas un desprendimiento total: “Mi nueva vida tiene que ser mucho más escondida que la que ahora dejo”.

    Y, tras las debidas consultas [1897], peregrinas un día a Nazaret a hablar con la abadesa de las clarisas y a pedirle trabajo poniendo tú las condiciones: Un poco de pan y agua, además de algún tiempo libre para orar. Tu vestido resultaba estrafalario, la verdad, como si volvieras de la cárcel. ¿Habrá que leer las quince mil páginas de tus notas espirituales para entender algo de todo esto? La conclusión podría ser que estabas loco. Y que la causa de tu locura tenía un nombre: Jesús: “Me he hecho como un retrato de Nuestro Señor, formado por frases del santo Evangelio. Las leo y releo sin cesar y me gusta mucho poner cada día ante mis ojos ese retrato”. Un programa bello, simple y radical.

    ¿Hasta dónde podrá llevarte esa pasión por Cristo? Nace en ti el proyecto de fundar un nuevo estilo de vida para el que recibes el sacerdocio, y tu vida es un milagro en el corazón del desierto. Puesto a soñar, no excluyes comprar el monte de las Bienaventuranzas…  Sueño imposible, claro está, pero, a la vez, comienzo de un nuevo capítulo de tu historia. Son los años en Béni Abbés  -frontera de Marruecos-, donde seguirás tu vida contemplativa, pero con una proyección hacia el mundo que te rodea:  “Quiero acostumbrar a todos los habitantes, cristianos, musulmanes, judíos e idólatras, franceses o argelinos, a que me miren como a su hermano, como el hermano de todos".

    Sigo atónito tu itinerario. Tras un tiempo en el Hoggar llegas a Tamanraset donde te asientas definitivamente. ¿Por qué?  “Elijo este lugar ‘abandonado’ y me quedo aquí, suplicando a Jesús que bendiga este establecimiento, donde quiero tomar como único ejemplo para mi modo de vivir, la vida de Nazaret…”. Pocos días después empiezas a construir tu ermita de puertas abiertas y sigues ayudando a tu gente sin más límite que tus posibilidades. Impresiona tu trabajo impagable en el campo de la investigación, que asombra a los científicos, pero que tú realizas como un servicio más.   Tu gramática, el minucioso diccionario tuareg-francés y francés-tuareg, la  colección de textos y poesías de los tuaregs, que serán publicados más adelante y –cómo no– tu traducción del Evangelio.

    Más todavía. Intentas incorporar a otros, con distintas fórmulas, a tu estilo de vida; escribes Estatutos, Reglamentos, Constituciones, pensando en Hermanos y Hermanas del Sagrado Corazón de Jesús, pero fracasas rotundamente. Nadie se apunta a tu proyecto. Hablando en cristiano, es la fuerza de la debilidad y el éxito del fracaso. Porque después de tu muerte, la familia foucauldiana nace, crece y se convierte en un árbol frondoso con muchas ramas. “No hay que olvidar, por una parte”, habías escrito un día a un cuñado tuyo, “que los obreros del evangelio a menudo hacen más bien después de su muerte que durante su vida; y por otra parte, que lo hacen exactamente en la medida de su santidad” 

    Hasta aquí, querido Carlos, todo admirable y, a la vez, lógico, coherente. Pero hay algo que me desborda: ¿cómo casar todo esto con la primera parte de tu historia en la que conoces la experiencia del ateísmo? Eras vizconde. Tu vida licenciosa da mucho que hablar en los salones de Saumur, Pont-á-Mousson y París. Cuando te enviaron al internado jesuítico de París, y luego, en el año preparatorio para el ingreso en la Escuela Militar de Saint-Cyr, acribillaste a tu abuelo (eras huérfano) con docenas de cartas, alguna de cuarenta páginas, en forma de lamento: "Aquí me es imposible permanecer, déjame volver a casa". Al fin fuiste expulsado por negligencia e indisciplina: "En aquella época”, reconocerás más tarde, “era todo egoísmo, todo vanidad. Estaba como loco". Te habías puesto flácido por abuso de dulces, carnes refinadas, vinos selectos y siestas interminables. En dos años coleccionaste cuarenta y cinco castigos por negligencia e indisciplina. En vestido y calzado ibas al último grito y te encantaba tirarte en una tumbona en pijama de franela blanca y leer a Aristófanes en un libro elegantemente encuadernado. Vamos, lo que se dice un cromo.

    O sea, que tu vida resulta una demostración de la existencia de Dios… Y no hablemos de tu muerte. El primero de diciembre de 1916, escribes por la mañana a María Bondy, tía tuya, mujer de Dios y acompañante espiritual: “Nuestro anonadamiento es el medio más poderoso que tenemos de unirnos a Jesús y hacer bien a las almas” Y añades: “Es  lo que san Juan de la Cruz repite casi en cada línea”. Por la tarde golpean  a tu puerta. –“¿Quién es?” –“El correo”. Algunos miembros de una tribu de los senusitas, que  por recelos contra el ermitaño de origen francés temían tu influencia en la región, habían decidido eliminarte. Imposible olvidar tu apunte profético: “Piensa que debes morir mártir, despojado de todo, tendido sobre tierra, desnudo, desconocido, cubierto de sangre y de heridas, muerto violenta y dolorosamente y desea que esto ocurra hoy”.

    Hoy, apenas se recuerda tu valiosa aportación científica al estudio de Marruecos, pero miles de cristianos recitan de memoria tu oración de la confianza, esa maravillosa versión del padrenuestro:

“Padre, me pongo en tus manos. Haz de mi lo que quieras.
Sea lo que sea, te doy las gracias. Estoy dispuesto a todo.
Lo acepto todo, con tal que tu voluntad se cumpla en mí y en todas tus criaturas.
No deseo nada más, Padre.
Te confío mi alma, te la doy con todo el amor de que soy capaz,
porque te amo y necesito darme, ponerme en tus manos sin medida,
con una infinita confianza, porque tú eres mi Padre.”

    Cierto día escribiste que las vidas de los santos son una especie de  comentario al evangelio. Sin imaginarlo, estabas definiendo la tuya.

http://www.charlesdefoucauld.org     

¡No hay eventos!

Destacados