Al lado de la vida

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    Después de cada etapa de misión regreso al obispado donde repongo fuerzas y aprovecho para seguir organizando la siguiente tarea misionera. Con el obispo intercambiamos impresiones sobre la marcha de la misión, sus evaluaciones, sus deficiencias. Formamos los nuevos equipos de misioneros para cada una de las parroquias que esperan con anhelo esos días de gracia. Aprovecho también par visitar a viejos amigos y descansar al lado de ellos. Son sólo dos o tres días de descanso pero saben a gloria. Y, aunque hay que reunirse con los nuevos compañeros que se incorporan al trabajo, todo se hace gozoso y llevadero.

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.     Cuando el tiempo me los permite procuro también acercarme al hospital público Katarino Rivas. A la sala de pediatría van llegando, en la tarde de los jueves, un pequeño grupo de madres con sus bebés enfermos. Antes de iniciar la eucaristía intentamos crear un ambiente de comunicación, de acercamiento de unos a otros, de compartir las situaciones dolorosas que están viviendo con motivo de la enfermedad y de la lejanía de sus casas y familias. ¡Cuánta tristeza y cuántas lágrimas! ¡Cómo se necesita desahogar el corazón! Allí el misterio pascual se celebra en toda su crudeza y esplendor.

    Me sobrecogió el testimonio de un padre que nos presentaba, al equipo de pastoral de la salud y a todos los demás que allí nos encontramos, la situación de su pequeñín con tan solo cinco años de vida y el sufrimiento de cuatro operaciones, dañado el riñón y deteriorada la salud. La vida se le va acabando; también la esperanza de obtener una donación de órganos. Otra mamá me llevó, después de la eucaristía, a visitar a su hija operada de un tumor cerebral. A pie de cama se encontraba el padre hundido y abatido. Con Fernando, Kata, y algún voluntario más hicimos oración de intercesión por ella y por tantos enfermos que visitamos en el lecho de sus dolores y desconsuelos.

    Una vez más pudimos comprobar como la Palabra de Dios puede habitar en nosotros en toda su riqueza y nos permite llevar su aliento y esperanza, su paz y amor a las personas que más lo necesitan. Humanamente uno acaba deprimido; el cuerpo no aguanta tanta desolación, tantos rostros heridos, cuerpos baleados, habitaciones repletas de pacientes con escasez de recursos sanitarios y múltiples insuficiencias para atender adecuadamente a numerosos pacientes. Sólo los fines de semana llegan alrededor de cien heridos por actos violentos cometidos en la ciudad.

    Se hace difícil, muy difícil, dar una palabra de ánimo, mantener la calma, soportar algunos olores, ayudar a esperar y a creer que la situación es transitoria, que lo “mejor está por llegar”. Guardar silencio y acompañar en actitud de acogida y humilde oración es el mejor acompañamiento que podemos hacer los humanos cuando nos encontramos en situaciones tan lamentables.

    En la tarde de ese jueves quedaba todavía algo inesperado que acaeció a la salida del hospital. Una joven pareja llevaba a su bebé muerto en brazos, tapado con una toallita. Con el luto en sus cuerpos y el corazón encogido emprendían el camino de vuelta a su aldea. Eran pobres. Se habían quedado sin plata. A los pobres siempre les toca la peor parte. Se les cierran todas las puertas. Una vez más el bueno de Saturnino ayudó a esta familia para poder llegar hasta su casa. Yo continúo con mis interminables preguntas y cuestionamientos: ¿Quién saldrá en auxilio de los desprotegidos? ¿Cuándo dejarán de vivir en sus acostumbradas dependencias? ¿Hasta cuándo abusaran de ellos los políticos con sus incumplidas promesas? ¿Quién protegerá sus vidas para hacerlas dignas, humanas, justas? Desde la impotencia ante lo que veo y oigo, silencio la palabra y permanezco en oración.