Vivir en el espíritu, ‘sin’ el Espíritu Santo y ‘con’ el Espíritu Santo.

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El 5 de agosto de 1968, Mons. Ignacio Hazim, metropolita ortodoxo de Lattaquié (Siria), pronunció un notable discurso en la inauguración de la Conferencia Ecuménica de Uppsala (Suecia). Este discurso inaugural llevaba por título las palabras del Apocalipsis: "He aquí que hago nuevas todas las cosas" (Apoc 21, 5). De él son las siguientes palabras, densas de contenido y merecedoras de un amplio comentario:

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos. "¿Como se hace ‘nuestro’, hoy, el acontecimiento pascual, realizado de una vez para siempre? Por medio de Aquel mismo que es su artífice desde el origen y en la plenitud de los tiempos: el Espíritu Santo. El es personalmente la Novedad en acción, en el mundo. El es la Presencia de Dios-con-nosotros, ‘unido a nuestro espíritu’ (Rom 8, 16). Sin El, Dios está lejos; Cristo se encuentra en el pasado; el Evangelio es letra muerta; la Iglesia, una simple organiza­ción; la autoridad, despotismo; la misión, propaganda; el culto, una evocación; y la vida cristiana, una moral de esclavos. Pero, en el Espíritu Santo y en permanente comunión con él (=dans une synergie indisso­ciable), el cosmos queda elevado y gime en el alumbra­miento del Reino; el hombre se mantiene en lucha contra la carne; Cristo resucitado está presente; el Evangelio es poder de vida; la Iglesia significa comunión trinitaria; la autoridad es un servicio liberador; la misión es u nuevo Pentecostés; la liturgia es memorial y anticipación; y toda la vida cristiana queda deificada"1.

Sin el Espíritu Santo, Dios no sólo está lejos, sino que es infinita lejanía. Es el Absoluto, eterno e inaccesible, Creador y Señor que todo lo puede y que todo lo domina, que inspira respeto e incluso miedo, que sobrecoge y que estremece por su infinitud y que oprime y aplasta con su grandeza. ¿No es ésta la imagen de Dios que tantas veces nos han ofrecido? Sin embargo, con el Espíritu Santo y gracias a él, Dios es cercanía infinita, infinita Ternura, Amor-Amistad, Presencia viva, Miseri­cordia entrañable, Trinidad-Familia, misterioso Hogar, el gran Amigo del hombre, que quiere su plena realización humana, como activo colaborador suyo, y que respeta temblorosamente su libertad. Por eso, nuestra actitud fundamental ante él es la adoración estremecida, la fe inquebranta­ble en su Amor, la ilimitada confianza, la docilidad activa, la adhesión incondicional, la cooperación responsable y la alabanza agradecida. La adoración no es esclavitud sino "el éxtasis del amor"2.

Con el Espíritu Santo, Dios, para nosotros, es Abbà. Y nosotros somos, para él, hijos pequeños, entrañablemente amados. "Ya no somos extraños ni forasteros, sino conciu­dadanos de los santos y familia­res de Dios" (Ef 2,19). Pertenecemos realmente a la Familia de Dios, que es la Trinidad. Somos de verdad hijos del Padre; hijos en el Hijo; hijos del Padre en el Hijo por la acción del Espíritu Santo. Por eso, escribe San Pablo: "En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibis­teis un espíritu de esclavos par recaer en el temor; antes bien, recibis­teis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbà, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios" (Rom 8, 14-16). "La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbà, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero, por voluntad de Dios" (Gál 4, 6-7).

El Espíritu Santo, al configurarnos realmente con Cristo, que es el Unigénito del Padre y el Unigénito de la Virgen-Madre, nos hace de verdad hijos en el Hijo, por una real participación de su Filiación; y, al mismo tiempo, se une a nuestro propio espíritu para darnos viva concien­cia de nuestra filiación divina y mariana.

Sin el Espíritu, Jesús es simplemente un personaje histórico, que vivió en el pasado -aunque sea un pasado reciente- y que pertenece irremediablemente a ese pasado; que nos dejó, ciertamente, un magnífico ejemplo de vida y un esplendoroso mensaje doctrinal; pero, nada más. Con el Espíritu, en cambio, Jesucristo está infinitamente vivo y presente y es la persona más actual del universo, contemporáneo de todos los hombres: Más íntimo a nosotros que nosotros mismos.

Sin el Espíritu Santo, el Evangelio es un libro y, en definitiva, letra muerta. Con el Espíritu, el Evangelio es una Persona viva y vivificante, cuya palabra es fuerza y poder de vida, que todo lo ilumina, que da sentido a todo y que es capaz de transformar por dentro al hombre y la sociedad entera. Con el Espíritu, el Evangelio es perenne actualidad.

Sin el Espíritu, la Iglesia no pasa de ser una simple organiza­ción, similar a otras muchas organizaciones e institucio­nes humanas existentes en el mundo de los hombres. Una institución con fines culturales, humanitarios y, sobre todo, religiosos. Pero, nada más. Si embargo, con el Espíritu Santo, la Iglesia es, en todo el rigor de la palabra, un misterio: la realización histórica y social del plan salvador de Dios sobre la humanidad, sacramento de Cristo, presencia visible del Cristo invisible, nueva corporeidad del Verbo Encarnado, instrumento del mismo Espíritu en la salvación de los hombres. Con el Espíritu, la Iglesia es una Comunión de vida con Dios en Jesucristo, que se hace comunión de vida con los hombres. Con el Espíritu, Iglesia significa y es comunión trinitaria: La participación familiar de la vida familiar de Dios-Trinidad. (Y, en vigorosa analogía, algo muy parecido habría que decir de una Congregación religiosa. En todo caso, podemos preguntarnos: ¿Que predomina en ella, la dimensión carismática o la dimensión institucional. Porque, en rigor de verdad, no se trata de ‘oponer’, sino de ‘integrar’ dimensiones que son esenciales, pero que no tienen el mismo valor y la misma importancia).

Sin el Espíritu de Jesús, la autoridad es poder y dominio. ¿No se la ha entendido, muchas veces, así en la Iglesia, en abierto contraste con el mismo Evangelio3? ¿No la definían precisa­mente los juristas como potestad dominativa? El poder y el domino son un atentado con la persona humana, porque oprimen y esclavizan, creando dependencia y servilismo. Sin el Espíritu, la autoridad se convierte en autoritarismo o en permisividad. En cambio, con el Espíritu Santo, la autoridad es diakonía, servicio humilde de amor a los hermanos y, por lo mismo, un auténtico servicio de liberación, que garantiza y promueve la verdadera libertad de los hijos de Dios.

Sin el Espíritu, la misión se queda en simple propaganda, en anuncio publicitario, aunque se trate del anuncio de unas verdades trascendentales para el hombre. Sin el Espíritu, el ‘apostolado’ es actividad humana, benéfica o asistencial -y, a veces, mero activismo-; pero deja de ser verdadero apostolado y, por consi­guiente, acción realmente salvadora. Con el Espíritu Santo, en cambio, la misión es una mística, porque es una acción del mismo Espíritu a través de nosotros, y ser convierte en un nuevo Pentecostés.

Sin el Espíritu Santo, el culto es una serie de ritos y de ceremonias y la liturgia es una representación vacía de contenido y de vida, una simple evocación o un recuerdo de acontecimientos que pertenecen al pasado. Con el Espíritu, el culto es vida y la liturgia es recuerdo vivo y actualización real de todo el misterio de Cristo: Encarnación-vida-pasión- muerte-resurrección. Gracias al Espíritu Santo, la liturgia es una acción personal de Cristo, que revive y actualiza, con nosotros y para nosotros, todo su misterio.

Sin el Espíritu, la vida ‘cristiana’ deja de ser verdaderamente cristiana, porque ya no es una vida en Cristo y desde Cristo; y deja de ser también verdaderamente espiritual, porque no es una vida en el Espíritu y desde el Espíritu. Y la moral se hace una ‘moral de esclavos’. Sin embargo, con el Espíritu Santo, la vida es de verdad cristiana y espiritual, tomados estos adjetivos en su sentido más riguroso y profundo: Porque Cristo y el Espíritu son de verdad los auténticos protagonistas de esta vida, y el hombre -la persona humana, varón o mujer- se deja guiar, ‘vivir’ y vivificar por Ellos, alcanzando, de este modo, la más alta cumbre de la humanización y de la divinización.

Este breve análisis pudiera servirnos un poco de test, para saber medir, de alguna manera, hasta qué punto somos de verdad cristianos y espirituales, en el sentido fuerte de estas palabras. Y, sobre todo, como prospectiva, es decir, como mirada hacia adelante: hacia lo que tenemos que ser y hacia lo que tenemos que vivir, prescindiendo de si, hasta aquí, lo hemos vivido o no (cf Flp 3, 14).


 

1Ignacio Hazim, Voici, je fais toutes les choses nouvelles, en "Irenikon", 42 (1968), pp. 351-352.
2Sor Isabel de la Trinidad, Ultimos ejercicios espiritua­les, en "Obras Completas", Monte Carmelo, Burgos, 1981, p. 175.
3Cf Mt 2O, 25-28; Mc 1O, 42-45; Lc 22, 25-26; etc. Cf 1 Pe 5, 1-4; etc.

    

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