¿COMO PUEDEN AYUDAR LOS LAICOS A LOS SACERDOTES?

5 de septiembre de 2007
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Se impone abrir caminos a una nueva relación en la que los laicos no sean los ayudantes de campo de los sacerdotes, sino donde todos, laicos y sacerdotes, colaboren como iguales en la construcción de una iglesia que es por igual de todos. Sacerdotes y laicos tendrán que trabajar para poner las bases de esta nueva relación.

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.La pregunta por la posibilidad de que los laicos puedan ayudar a los sacerdotes parece a primera vista de buena voluntad pero de­masiado unilateral; se puede es­tar dando por supuesto, como se supone el valor de los soldados, que los sacerdotes ayudan siem­pre a los laicos, cuando la realidad es que, a pesar de las buenas intenciones y debido a causas muy diversas, no siempre esto sucede así. Si además de lo que se trata es de en­contrar el camino hacia unas nuevas relacio­nes entre los laicos y los sacerdotes, la pre­gunta más apropiada seria ¿es posible una mayor colaboración entre el laicado y los sa­cerdotes? Y este va a ser "el punto de partida y la línea de fondo de nuestra reflexión.

Es una realidad que actualmente existen muchos aspectos de nuestra sociedad y de nuestra iglesia que disgustan y desagradan a muchos cristianos. El panorama no es muy alentador y el futuro nos inquieta. No se puede decir que nos sintamos muy satisfe­chos con lo que hemos construido; muy al contrario, sentimos la urgente necesidad de reconstruir esta sociedad y esta iglesia en la que vivimos y en la que van a vivir nuestros hijos. Esta es la tarea que tenemos por de­lante; pero no es una tarea que puedan rea­lizar sólo los laicos o sólo la iglesia institucio­nal. Nos necesitamos mutuamente. Los laicos necesitamos de la influencia de la iglesia, tanto en el ámbito eclesial como en la socie­dad en general, pero todas las instituciones de la iglesia no podrían realizar esa tarea de reconstrucción por sí solas; sin la colabora­ción de los laicos, sin la iniciativa y sin la participación activa de todos aquellos hombres y mujeres que viven y toman parte en a construcción de la sociedad y forman la Iglesia desde su ser creyentes, que conocen y viven en su propia carne los problemas de nuestra sociedad, sus causas y sus orígenes, la iglesia institucional no puede hacer mucho para reconstruir la sociedad ni para hacer una iglesia más encarnada en la historia de hoy.

Esta tarea que el pueblo de Dios y la iglesia institucional tenemos en común re­quiere, ante todo, unas buenas relaciones de entendimiento y de cooperación. Pero no es esto lo que parece primar en estos momen­tos; ni siquiera las relaciones con los sacer­dotes, la institución jerárquica que puede y debe estar en una relación más directa y personal con el laicado, es verdaderamente satisfactoria. Con frecuencia oímos decir a los jóvenes, y a los no tan jóvenes, aquello de «yo creo en Dios, pero no creo en los cu­ras». Este «dicho», que se está convirtiendo ya en un tópico, está indicando el mal estado por el que están pasando las relaciones pue­blo-institución, laicos-sacerdotes. Y esto es preocupante. Pero no es nuevo.

Esta preocupación se hace novedosa y se agudiza, aún más si cabe, cuando se trata de la relación entre la mujer y la iglesia, hasta el punto de constituir un problema específico dentro del contexto general de las relaciones entre el laicado y la iglesia institucional.

¿Por qué no son mejores nuestras relaciones?

Cuando se pregunta a los laicos por las causas del deterioro latente en sus relaciones con la institución, se suelen señalar varias; por ejemplo, la estructura social cerrada que presentan las instituciones y las organizacio­nes de la iglesia, que sólo permiten que el varón pueda llegar a ser un subordinado y la mujer una sirvienta.

Otra objeción importante que suele ha­cerse es aquella que se refiere a las distinciones demasiado tajantes y que impliquen que Dios está en la iglesia y no en el mundo, o que signifiquen que la iglesia reivindique frente al mundo un papel autónomo. Lo cier­to es que, por lo general, a los laicos no les gusta todo aquello que pueda significar se­paración, distinción, discriminación en defini­tiva, y no sólo por sentimientos personales, sino porque esta situación, o estas actitudes, ayudan, además de a un mutuo alejamiento, a una falta de comprensión de la realidad social y de sus circunstancias por parte de las instituciones.

Todo esto es grave porque conduce a esa falta de diálogo entre la institución y el pue­blo de Dios que, en opinión de nuestros cris­tianos, laicos e incluso institucionales, existe en la iglesia actual y que es tan necesario para una mejor comprensión de los proble­mas que, actualmente, tiene nuestra socie­dad y nuestra iglesia. Los laicos sentimos có­mo esta falta de diálogo no favorece el po­der experimentar a la iglesia como esa gran familia en la que se permite discutir los pro­blemas con libertad; en la que se respetan las discrepancias y se reflexiona conjunta­mente sobre ellas; en la que se espera en­contrar la acogida cálida, la comprensión, la indulgencia y el perdón que nacen del mutuo amor y del respeto mutuo. Pero también es cierto que esto sólo se puede dar realmente en la libertad del amor. Por eso, a los laicos no les suele gustar, por ejemplo, la localización de los altares en las iglesias pues, para ellos, viene a simbolizar, precisamente, esa dualidad diferenciadora que aleja y separa, y que en nada favorece el diálogo.

Los laicos son conscientes de su falta de preparación y formación religiosa para po­der dialogar positiva y constructivamente con las instituciones. Y muchos saben hasta qué punto esta situación, que a menudo lle­ga a la total ignorancia, conduce con mayor frecuencia a la indiferencia religiosa más que a la obediente sumisión. Pero ni en la ignorancia, ni en la indiferencia, ni en la cie­ga sumisión, se puede dar ningún tipo de diálogo.

Y también son conscientes del papel cam­biante de la mujer en la sociedad y piensan que, a pesar de que las mujeres contribuyen a la vida de la iglesia con diversas y muy vá­lidas cualidades, la mujer está discriminada y, precisamente, suelen encontrar en las pa­rroquias uno de los lugares concretos de su marginación. Pero también son conscientes de que esta es una política no sólo de las iglesias locales, sino también de la iglesia universal.

En el fondo de todas estas razones, se puede detectar, por parte del laicado, un de­seo de colaboración con las instituciones je­rárquicas, dentro de un modelo de comuni­dad eclesial que esté abierta y en solidaridad con la humanidad y con la historia.

Caminos para una nueva relación de cooperación

Es muy arriesgado hablar de caminos o señalar algunas propuestas sin realizar pre­viamente un estudio profundo de las causas de nuestros males, pero, sólo a título indica­tivo, nos atrevemos a indicar algunos pasos que podrían ayudar a construir el camino que nos lleve hacia una nueva y mejor rela­ción de ayuda mutua, de cooperación entre los cristianos laicos y los cristianos institucio­nales. De entre estos pasos, nos parece que se hace necesaria una formación, tanto en el clero como en el laicado, que olvide el sexismo y denuncie las actitudes sexistas o de cualquier otro tipo que supongan discrimina­ción hacia el otro; que denuncie no sólo las situaciones de injusticia, sino también las actitudes de indiferencia, e incluso de compla­cencia, ante estas situaciones.

Si queremos una iglesia verdaderamente encarnada en la sociedad, una iglesia en la que laicos y sacerdotes trabajen ¡untos para el bien de la humanidad, es necesario que la formación de los sacerdotes no se realice de forma elitista, en ghettos cerrados, sin con­tacto con la sociedad y apartados de los problemas reales que, más pronto o más tarde, van a tener que afrontar en su minis­terio. Es necesario que sea realmente posi­ble, y en igualdad de condiciones, la forma­ción religiosa superior a los laicos y laicas que deseen adquirirla, pues la iglesia tiene el deber de educar a la gente, sobre todo los sacerdotes, para que traten como a sus igua­les a todos los hombres y mujeres que cons­tituyen el pueblo de Dios.

Todo esto engendra, de forma inevitable, una conversión personal de todos los miem­bros de la iglesia pues, sólo así, podremos realizar la misión de Cristo, que es también la de la iglesia, pues en definitiva, de lo que se trata es, no de que los laicos ayuden a los sacerdotes en una tarea que podría parecer exclusiva de ellos, sino de la colaboración de todos, de toda la humanidad, con Dios. Para conseguir esto, contamos con la esperanza fundada de que, a pesar de las aparentes contradicciones, el Espíritu Santo es quien está inspirando al pueblo de Dios que ya se ha cumplido el tiempo para iniciar esa cola­boración que, dentro de la comunidad de iguales que Jesús inició y que tan en el olvi­do tenemos, facilite la tarea de reconstruir la sociedad desde unos valores cristianos, bien enraizados en la realidad social del mo­mento, y no desde unos valores que, por ex­cesivamente idealizados, o espiritualizados, o conceptualizados, dejan esa reconstrucción para un futuro imposible de alcanzar en es­ta vida.     

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