En nuestros momentos de mayor reflexión sentimos la importancia de la oración; sin embargo, tenemos que luchar para orar. No nos resulta nada fácil una oración sostenida y profunda. ¿Por qué?
En nuestros momentos de mayor reflexión sentimos la importancia de la oración; sin embargo, tenemos que luchar para orar. No nos resulta nada fácil una oración sostenida y profunda. ¿Por qué?
Hay una historia, más leyenda quizás que hecho real, sobre un alcalde de una gran ciudad americana, al final de los 60. No era tiempo precisamente afortunado para su ciudad: Enfrentaba bancarrota financiera, los índices de criminalidad escalaban en espiral, su sistema de transporte público ya no era seguro por la noche…
Hace unos años, un ministro presbiteriano conocido retó a sus feligreses a abrir, con mayor compromiso, sus puertas y su corazón a los pobres. Los feligreses respondieron inicialmente con entusiasmo…
Cuando tenía yo 22 años, seminarista todavía, tuve el privilegio de tener una experiencia excepcional de desierto. Estuve yo en el hospital durante varias semanas, sentado con mis hermanos en una habitación de cuidado paliativo, viendo a mi padre morir.
No es fácil mantener vivo el amor, al menos con constante fervor emocional. Malentendidos, irritaciones, cansancio, celos, heridas, diferencias temperamentales, falta de aprecio de lo que se tiene, y el simple aburrimiento, minan invariablemente nuestros márgenes emocionales y afectivos y, pronto, el fervor da paso a la rutina, la ranura se convierte en surco y el amor parece que desaparece.
Cuando éramos niños, como parte de nuestra oración en familia, teníamos la costumbre de orar parar tener una muerte feliz. Yo me lo imaginaba de la siguiente manera: Morías acunado en los brazos tiernos de la familia, de los amigos y de la iglesia, en plena paz con Dios y con todos los que te rodean.
¡Algún día tendrás que comparecer ante tu Creador! Todos hemos oído esta frase. Llegará la hora en que nos presentaremos solos delante de Dios, sin ningún lugar donde escondernos, ninguna estancia donde justificarnos y ninguna excusa que ofrecer por nuestras debilidades y pecados.
La iglesia ha luchado siempre con el sexo, pero lo mismo han hecho los demás. No hay culturas, religiosas o seculares, pre-modernas o modernas, pos-modernas o pos-religiosas, que expongan una característica sexual verdaderamente sana.
Hay tres clases de actores: Los primeros, mientras están cantando una canción o interpretando una danza, se hacen el amor a sí mismos. Los segundos, mientras están realizando la representación, hacen el amor a la audiencia. Los terceros, mientras están en el escenario, hacen el amor a la canción, a la danza, al drama mismo.
Nadie -sea individuo o institución- controla el acceso a Dios. Jesús lo deja bien claro. Dios actúa a través de la Iglesia y sus ministros. Pero esto sí niega toda legitimidad para exigir que la Iglesia y aquellos que ejercen el ministerio en su nombre controlen el acceso a Dios.
A veces, mientras estoy presidiendo la Eucaristía o predicando, escaneo los rostros de los asistentes que tengo delante. ¿Qué es lo que revelan? Unos pocos están ansiosos, atentos, centrados en lo que está sucediendo, pero un buen número de caras, particularmente entre los jóvenes, hablan de aburrimiento, de pequeño deber y de una resignación que dice: “Ahora tengo que estar en la iglesia, aunque ojalá estuviera en otro lugar”.