Comentario al Evangelio del sábado, 23 de diciembre de 2023

Fecha

23 Dic 2023
Finalizdo!
Miguel Tombilla, cmf

Llegamos al día previo a la Nochebuena con la continuación del relato de Zacarías e Isabel. La narración comienza en femenino, como en tantas ocasiones en nuestra vida. Isabel da a luz y a ella la felicitan sus vecinos y parientes. Un nacimiento que revela misericordia (“una gran misericordia”) y, por ello, una gran alegría (no olvidemos el “Alégrate María”, todavía cercano).

Hasta aquí todo bien, pero llega el momento de la circuncisión y cuando le preguntan el nombre que le van a poner Isabel dice que Juan. El nombre es algo importante, es la herencia primera que se le da a un hijo. Juan no puede ser, tiene que ser Zacarías como su padre, el sacerdote del turno de Abías. Pero Dios es tozudo y no da el nombre a torcer. Interviene milagrosamente el padre, desatándosele la lengua (igual de milagroso hubiese sido que en aquel tiempo le hiciesen caso en esto a una mujer), y confirma lo dicho: “Se va a llamar Juan”.

Isabel, Zacarías, el ángel y Dios dando nombre a aquel que iba a allanar los senderos, al que iba a preparar los caminos. Pero también el menos importante en el Reino de los cielos, no lo olvidemos. Juan se sitúa en como bisagra entre dos historias diferentes, aunque conectadas. Juan es el profeta por excelencia y hoy, cerca de la celebración del nacimiento de Dios, es un buen momento para caer en la cuenta de que los seguimos necesitando.  Necesitamos de esos hombres y mujeres que transitan la senda de la profecía. Es un don, como todos lo que nos regala Dios. Pero uno de esos dones escasos.

Son rara avis en todos los tiempos, pero son imprescindibles para construir Evangelio. No son los encargados de institucionalizar, ni de continuar con lo que ya se hace o se cree. Son los testigos de lo diverso, los que señalan posibles caminos, los que arriesgan mucho, sabiendo que van a perder, porque su lógica es ilógica, porque el fracaso ya viene dado antes de comenzar la tarea. Lo saben y lo asumen. No es una vida perdida, sino el signo palpable de que la utilidad o los resultados no son lo único que existe y menos en el Reino.

Están en Dios y los llaman locos, tontos o payasos (todo también en femenino y para lo que sigue). Son molestos, no porque sean violentos o maleducados, sino porque viven lo que los demás solo intuimos y deformamos como caricatura: alegría, confianza, generosidad, altruismo, amor… Porque saben lo que es no preocuparse por lo superfluo y fiarse a ciegas del cariño de Dios. Entienden eso de los pájaros del cielo y de los lirios del campo. Son contraculturales, no por moda o por prurito de aparecer como progresistas, sino porque es la única forma de vivir lo que creen.

Son pocos, pero son imprescindibles en su inutilidad. Mimémoslos.  

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