Comentario al Evangelio del miércoles, 5 de agosto de 2020
Juan Carlos Rodriguez, cmf
En aquel tiempo, Jesús salió y se retiró al país de Tiro y Sidón. Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: "Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo". El no le respondió nada. Entonces los discípulos se le acercaron a decirle: "Atiéndela, que viene detrás gritando". El les contestó: "Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel". Ella los alcanzó y se postró ante él, y le pidió de rodillas: "Señor, socórreme". El le contestó: "No está bien echar a los perros el pan de los hijos". Pero ella repuso: "Tienes razón, Señor, pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos". Jesús le respondió: "Mujer, ¡qué grande es tu fe!; que se cumpla lo que deseas". En aquel momento quedó curada su hija.
Queridos hermanos:
En el corazón del discurso del Monte, el Maestro nos dejó el tesoro de la oración. La puerta se abre al comenzar diciendo: “Padre nuestro”. Qué preciosidad. Parémonos un poco en ello.
En el corazón de Dios ese “nuestro” es radicalmente, nítidamente, machaconamente “de todos”. Porque el corazón del Padre no conoce fronteras de raza, cultura, condición… Todos, absolutamente todos, son/somos sus hijos e hijas.
No hay creyente que se precie que no afirme: ¡claro, claro!, ¡así es! Pero esta declaración teórica y formal -de todo punto ortodoxa, digamos- no siempre se casa con la verdad de nuestra vida concreta, ni con la mentalidad que hemos tejido, ni con los sentimientos más espontáneos con los que reaccionamos. Y es que ese “nuestro” en la práctica puede que sea “de todos”, sí, pero de todos si piensan como nosotros, si viven a nuestro estilo, si respetan las normas que nosotros sostenemos como las “que Dios manda”…
Me pregunto por la razón de esa dificultad de ver y considerar a cada persona como hijo/hija de Dios y consecuentemente como hermano/hermana. ¿No será que hemos ido bebiendo ideas, valoraciones, conceptos que envenenan el alma (el deseo de imponerse, la necesidad de controlar, el querer tener razón, el posicionarse por encima, el competir para sobresalir…) y nos alejan de la fuente de donde brota el amor, especialista en suprimir diferencias, superar distancias, igualar personas, tender puentes…?
Por eso, creo yo, la madre cananea y su hija enferma nos están interrogando sobre algo esencial: ¿para quién es el pan de cada día?, ¿para quién es el pan de Dios?, ¿para quién es la salud de cada día?, ¿para quién es la salvación de Dios? Insisten: ¿para qué hijos, para qué hijas?, ¿para todos y todas?, ¿para los y las nuestras nada más?…
Mujer cananea, ayúdanos a creer que ya no hay razas, ya no hay color, sólo trigo, sólo necesidad de amor; sí, préstanos tu fe y tu osadía para reconocer que el mismo Pan que vemos tú y yo, es el Pan de todos porque es el Pan de Dios; que la misma dignidad inscrita en mis entrañas es la de cada ser humano, cada hijo e hija del Padre común.
Mujer cananea, que tu recuerdo sea antídoto ante los virus de la discriminación, de la segregación, del exclusivismo que nos pueden alcanzar a los que queremos rezar en verdad, a los que nos atrevemos a decir (a veces mecánicamente, sin que se nos conmuevan las entrañas): “Padre nuestro”.
Vuestro hermano.
Juan Carlos, cmf
jcracmf@gmail.com