Comentario al Evangelio del martes, 17 de marzo de 2020
Severiano Blanco, cmf
Queridos hermanos:
El libro de Daniel se compuso probablemente en la época de las guerras
macabeas, en el siglo II antes de Cristo. El autor, ficticiamente, sitúa
sus narraciones cuatro siglos antes, en tiempos del exilio babilónico,
profundamente grabado en el imaginario religioso de Israel. Una vez más el
pueblo elegido está siendo aplastado por el imperio de turno, ahora el
siro-seléucida, y su templo, malamente reconstruido al regreso de
Babilonia, ha sido despiadadamente profanado: “no tenemos príncipes, ni
holocaustos, ni un lugar donde ofrecerte primicias”. La oración de Azarías
es semejante a las Lamentaciones. Otra catástrofe más, que el pueblo
interpreta como castigo pedagógico por sus pecados y que, bajo la guía de
algún líder clarividente, sabe aprovechar para definir de nuevo qué es lo
que agrada a Dios: no principalmente un templo de piedra o la sangre de
animales, sino “un corazón contrito y un espíritu humilde”. Esto no debe
entenderse como una invitación a andar triste y cabizbajo por la vida, sino
a reconocerse sencillamente criatura necesitada de su creador, limitada, no
autosuficiente ni capaz de salvarse a sí misma, necesitada de perdón y
comprensión.
La liturgia cuaresmal acierta al ofrecer este texto a nuestra reflexión;
estamos en un “tiempo fuerte”, en el que buscamos formas siempre más
auténticas de vivir la fe.
El evangelio vuelve sobre el tema del perdón. Jesús habla de él recurriendo
al estilo hiperbólico oriental, con el que nos presenta de forma más
impresionante la inconmensurable generosidad de Dios. El creyente, ante
todo, deberá admirarla y agradecerla, y luego intentar transparentarla en
su propio proceder. 10.000 talentos era una cantidad tan exorbitada que
nadie podía ser acreedor de ella, ni poseerla. Y nadie suele pasar tan
ofendido por la vida que tenga que perdonar 490 veces (aunque el texto
pudiera significar también 77 veces, ¡que ya es!). En un caso y en otro, se
trata de una gran generosidad, muy lejos de la casi raquítica propuesta de
Pedro.
Lo de Dios en relación con nosotros es siempre de exceso, de
superabundancia y de derroche. San Pablo dice que “donde abundó el pecado
sobreabundó la gracia” (Rm 5,20) y que “el tesoro de su gracia ha sido un
derroche para con nosotros” (Ef 1,8).
Pero lo que Dios en último término desea, repetimos, es ser imitado en su
generosidad: “que seáis hijos de vuestro Padre, que regala la lluvia justos
e injustos” (Mt 5,45). ¿Cómo es posible que un receptor de tan
sobreabundante perdón o condonación no sea capaz de perdonar una minucia?
Vuestro hermano
Severiano Blanco cmf