Juan Carlos Martos, cmf
Queridos amigos y amigas:
El evangelio de hoy repite que “Jesús hablaba con autoridad”. Nos podemos preguntar qué sentido tiene ese “hablar con autoridad” que transformaba y cambiaba a las personas, a los sanos y a los poseídos por espíritus inmundos. En esa muestra de autoridad Jesús se revela como Maestro, Amigo y Señor. Veámoslo.
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Por una parte, las palabras de Jesús transmiten informaciones, enseñanzas, lecciones de vida. Era el Maestro de una nueva doctrina que causaba el estupor de los oyentes. Sus palabras atraían a discípulos y creaban escuela. Sus dichos y actuaciones quedaron tatuados en la memoria de los primeros oyentes. Y éstos, a su vez, las transmitieron a muchos otros, hasta quedar consignadas por escrito. Muchas de las cosas que decía Jesús, nadie las había dicho. Y otras, por su manera de transmitirlas, resultaron tan sorprendentes e interpelantes que quedaron impresas en muchos corazones.
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Por otra parte, las palabras de Jesús fueron su herramienta principal para entrar en relación personal, para hacerse de amigos, para generar espacios de intimidad. Eran palabras del Amigo que busca conversación, diálogo. Sabemos que el lenguaje humano -oral o no verbal- es el medio más eficaz para alcanzar el corazón del otro y poder así forjar una amistad. Las palabras introducen en la comunión, en la conexión, en la mutua comprensión, en la interacción… Cuando la comunicación llega a su plenitud, convierte y transforma. Toda conversación implica una conversión.
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Finalmente, sus palabras fueron eficaces. Se hicieron acto. Hay palabras que hacen bien. Lo experimentamos a menudo cuando nos aconsejan, o nos elogian, o nos transmiten una buena noticia, o nos saludan cariñosamente… Es verdad que la eficacia de las buenas palabras es limitada, pero hacen mucho bien. Las palabras humanas de Jesús contenían, además, poder divino. Con su palabra, el Señor sanaba enfermos, expulsaba espíritus malignos, calmaba tempestades… Ante sus autorizadas palabras, los poderes del mal sucumbían.
Siempre hemos entendido en la Iglesia el valor de la Palabra. De ahí que la lectura de la Sagrada Escritura que se realiza en nuestras eucaristías nunca se considera como una lectura cualquiera, sustituible o prescindible, sino que es una celebración litúrgica. Eso explica que escuchemos el evangelio de pie, como si Cristo en persona estuviera hablando.
Vuestro hermano en la fe
Juan Carlos Martos cmf