Comentario al Evangelio del lunes, 6 de julio de 2020
Adrián de Prado, cmf
Queridos hermanos:
Existe siempre una cierta desproporción entre lo que los demás ven de nosotros y lo que nos mueve más profundamente; entre lo que otros piensan que merecemos y lo que Dios nos concede merecer. En ocasiones, dicha desproporción resulta enorme, prácticamente insalvable. De modo diverso, las lecturas de la liturgia de hoy nos hacen conscientes de este contraste para invitarnos a mirar allí donde Dios mira, allí donde Dios nos mira.
Cuando los hombres más lúcidos de Israel contemplaban a su pueblo, les era muy difícil no reparar en esa infidelidad recurrente que parecía transmitirse como una maldición de generación en generación. Era un pueblo al que se le había brindado una experiencia de Dios más profunda que a ningún otro y, sin embargo, andaba errante, volviendo el rostro a Yhwh, como el adúltero que, teniendo el amor en casa, se derrama sin sentido en otros lechos. El profeta Oseas refleja esta visión en su versión más exacerbada, presentando a Israel como una prostituta que, aun habiendo encontrado marido, vuelve continuamente por sus fueros.
Dios no es ajeno al desprecio de su pueblo pero, contra todo pronóstico, lo mira desde otro lugar. De hecho, es Dios mismo quien insta a Oseas a desposar a la ramera y, cuando ella reincide en sus antiguas costumbres, le hace la promesa que escuchamos hoy en la primera lectura. Porque Él ve a su pueblo como una mujer hermosa con la que aún puede alumbrar una relación plena. Y no se cansa: Dios promete llevarla al desierto una y mil veces para declararle allí su pasión, para casarse con ella «en derecho y justicia, en misericordia y compasión, en fidelidad». Nosotros vemos la ruina de un pueblo empecatado; Dios ve el amor siempre posible.
Algo similar ocurre en el fragmento del evangelio de Mateo que hoy se nos ofrece. Donde muchos ven la muerte de la niña y la impureza de la hemorroísa, Jesús ve la vida y la esperanza que engendra la fe. Dice Mateo que los que estaban allí «se reían de él». Los ciegos se mofaban del único que sabía mirar. ¡Qué cruel es a veces esa distancia entre los juicios humanos y la compasión divina! ¡Y cuánto bien nos hace hablar a Dios con humildad cuando la vida nos desborda o cuando el mal nos acecha! Entonces, solo entonces, con Su mirada se nos caen los velos y, en el desierto, «nos penetramos del Señor».
Fraternalmente:
Adrián de Prado Postigo cmf