Comentario al Evangelio del lunes, 13 de julio de 2020
Edgardo Guzmán, cmf.
Queridos amigos y amigas:
Hemos iniciado ya la 15a semana del Tiempo Ordinario. En la primera lectura de estos días escucharemos distintos oráculos del profeta Isaías. Recordemos que Isaías es uno de los grandes profetas de la tradición bíblica. El impacto de su mensaje y su personalidad hicieron que se recogiera, incluso después de su muerte, una serie de escritos proféticos que conocemos como la profecía de Isaías. En los profetas encontramos una de las primeras experiencias del Espíritu de Dios en la Biblia, por eso recitamos en el Credo: «Creo en el Espíritu Santo que habló por los profetas».
El profeta bíblico no es alguien que adivina el futuro o solo un comunicador de malas noticias. El profeta es alguien que ha tenido una fuerte experiencia de Dios y que se siente, desde esa vivencia, llamado hablar en su nombre. La palabra profética da esperanza y consuelo, denuncia e interpela, sana y libera, amplia nuestra mirada y ensancha el corazón. Como es una palabra que viene de Dios busca siempre la verdad y nos ayuda a discernir lo que es esencial. Es lo que encontramos en la primera lectura de hoy, un oráculo introductorio del Libro de Isaías, donde se denuncia una práctica religiosa vacía, que se queda en los ritos externos.
El profeta Isaías denuncia el culto religioso que esta separado de la vida. No se puede presentar una ofrenda en el altar del Señor con las manos manchadas por nuestro egoísmo. El profeta desenmascara un formalismo religioso que se desentiende y permanece al margen de un orden social injusto y excluyente. Isaías reivindica la voluntad de Dios recordándole al pueblo lo que es fundamental en el código de la Alianza: «Cesen de obrar mal, aprendan a obrar bien; busquen el derecho, socorran al oprimido; defiendan al huérfano, protejan a la viuda». Ese es el culto que a Dios le agrada cuando nuestras practicas religiosas se corresponden con un corazón dócil y atento a las necesidades del prójimo.
En el Evangelio Mateo continúa describiéndonos el estilo de vida del discípulo-misionero, evidenciando la exigencia radical de la misión. En este texto podemos captar la tensión que vivían las primeras comunidades cristianas y las dificultades dentro de las mismas familias cuando se sentían llamadas al seguimiento de Jesús. Y es que cuando se decide tomar en serio la vida cristiana se puedan dar rupturas e incomprensiones incluso con la misma familia. No se trata de no vivir con dedicación y fidelidad las relaciones familiares, pero se debe meter en el centro de nuestras prioridades el seguimiento de Jesús el amor a él «con todo el corazón, con toda la mente, con todas nuestras fuerzas» (Mc12,30).
La exigencia del discipulado está, como nos advierte Jesús, en «tomar su cruz para seguirle». Seguir al Maestro implica para el discípulo morir a su mismo. Curiosamente al perder la propia vida, al entregarla al servicio del Reino de Dios, es cuando la encontramos en plenitud, porque se entra en la dinámica del don, en la donación de la propia vida. Pidamos al Señor la gracia de hacer nuestro su estilo de vida, de vivir su propuesta novedosa y alternativa. Para que nuestras acciones, por pequeñas que sean, como dar un vaso de agua, sirvan para aliviar algo el sufrimiento de nuestro mundo y ser una Buena Noticia para los que nos rodean.
Fraternalmente,
Edgardo Guzmán, cmf.
eagm796@hotmail.com