Comentario al Evangelio del Domingo de Pentecostés

Fecha

08 Jun 2025

Queridos hermanos, paz y bien.

Con la celebración de Pentecostés termina el tiempo pascual. Hemos estado mucho tiempo preparándonos, con la Cuaresma, hemos vivido la Semana Santa y después las siete semanas de la Pascua. Cada domingo, la Liturgia nos ha ayudado a adentrarnos en ese misterio de la muerte y resurrección del Señor.

Cincuenta días después de haber celebrado la Pascua, ésta se nos acaba. Cuando empezamos el período de Cuaresma, ¡qué lejos estaba este momento! Pero el tiempo vuela, y no nos queda más remedio que mirar atrás, hacer examen de conciencia, ver si hemos cumplido nuestros objetivos (todo eso que en Cuaresma prometemos, pero luego… O sea, rezar más, ser mejor, dejar de fumar, pasar menos tiempo delante de la tele y más tiempo con la familia o la Comunidad…) y, como dicen los jóvenes, “ponernos las pilas”, y seguir hacia delante. Porque tenemos todavía mucho que hacer. Hay que recibir bien el Espíritu.

El evangelio de san Juan concluye la narración de la muerte de Jesús: «e, inclinando la cabeza, entregó el Espíritu». Cuando se escribieron los evangelios, no había letras minúsculas. No sabemos si, de vivir varios siglos después, o en nuestro tiempo, habría escrito el autor la palabra «espíritu» con mayúscula o con minúscula. O quizá la hubiera escrito de las dos formas, poniendo una barra de separación entre ellas. Y es que una de las técnicas de este evangelio es precisamente la de jugar a la ambigüedad, no en el sentido de que quiera confundirnos, sino en el sentido de la riqueza y abundancia de signifi­cados que ofrecen sus expresiones (polisemia). Así que nosotros, ahora, en nuestro caso, si pecamos de algo, es mejor que pequemos viendo un doble sentido en su expresión, en lugar de ser demasiado parcos y quedarnos sólo con el significa­do más simple, el de exhalar el último aliento, o el de encomendar su vida a las manos de Dios.

Los Discípulos podían muy bien decir: «¿qué va a ser de nosotros si Tú nos faltas? ¿Cómo nos las vamos a apañar? Todo se vendrá abajo. Nosotros mismos nos vendremos abajo. Tú no nos puedes faltar.» En cambio, Jesús les decía: «os conviene que Yo me vaya, porque si no me voy, no os podré enviar el Espíritu de la verdad.» Para poder decir «¡bienvenido!» al Espíritu, hay que dar un cierto «¡adiós!» a Jesús. Y Jesús cumple su promesa. Viene al encuentro de los Discípulos como Resucitado y les entrega el Espíri­tu. El Espíritu es, pues, el fruto maduro de la Pascua de Jesús. De ese fruto participamos todos, gracias a Dios.

Porque hoy para todos nosotros es Pentecostés. Hoy celebramos que Jesús nos envió su Espíritu. Es un hecho que no consignó ningún historiador. Pero la historia cambió desde aquel momento. En el corazón de aquellos galileos que habían seguido a Jesús desde los inicios allá cerca del lago, en el corazón de María, su Madre, y en el de las otras mujeres que habían ido con Él, en el corazón de los discípulos que se habían añadido al grupo a lo largo de aquellos tres años por las tierras de Palestina, todo había cambiado cuando, después de la muerte del Maestro, lo habían experimentado vivo, resucitado en medio de ellos.

Solo el don de una fuerza divina puede cambiar radicalmente la situación. Y es aquí donde Pablo introduce el discurso del Espíritu que, penetrando hasta lo más íntimo de la persona, trasforma el corazón, comunica energía de vida, infunde la capacidad de ser fiel a Dios. La consecuencia de esta transformación es la liberación de la esclavitud del pecado.

Todo había cambiado. Pero no sólo por admiración o por alegría. Todo había cambiado porque ahora la vida nueva de Jesús era su misma vida, el Espíritu de Jesús era su mismo Espíritu. El aliento de Jesús, la fuerza de Jesús, el alma de Jesús. Este Espíritu es ahora como nuestra madre. Así cumplió Jesús su palabra: «no os dejaré huérfanos». Somos los renacidos del agua y del Espíritu. El Maestro sigue con nosotros, a través del Espíritu Santo.

Ese Espíritu nos conduce a la verdad plena. Si nos dejamos guiar por Él, nos hace penetrar en lo profundo del misterio de Dios; nos hace penetrar en lo profundo del misterio de la vida. Y nos enseña a discernir: a separar la paja del grano; lo que conduce a la vida de lo que aleja de ella; lo verdadero de lo falso. Esto no es una vana especulación sin comprobación posible; no es una hipótesis todavía pendiente de confirmación. Es una realidad bien comprobada. Ahí tenemos toda esa rica historia de los santos, que son los hombres y mujeres que se han dejado educar y guiar por el Espíritu. ¡Cómo han calado hondo en el misterio del vivir! ¡Qué intensa y apasionadamente han vivido! Los distintos dones y frutos del Espíritu han henchido su vida.

Sin el Espíritu de Dios no podemos orar a Dios. Uno de los dones del Espíritu es justamente el don de piedad, por el que nos podemos sentir gozosamente hijos de Dios y se crea sintonía y suavidad para escuchar a Dios y acogerlo y para volvernos a Él y hablarle a semejanza del modo confiado en que Jesús hablaba al Padre. (Cf Rom 8,15); «Y la prueba de que sois hijos es que Dios envió a vuestro interior el Espíritu de su Hijo, que grita: ¡Abba! ¡Padre!» (Gal 4,6).

Sin el Espíritu de Dios no podemos testimoniar a Dios. El Espíritu hace irradiar. Si conduce a una mayor concentración es en orden a una mayor expansión. Por Él los Apóstoles salieron hasta los confines del mundo; por él nosotros podemos sobreponernos al miedo y a la pereza y dar testimonio. Llenos del Espíritu Santo.

Todo con mucha paz. Porque las primeras palabras del Resucitado son para desear la paz. A pesar de todo. «Sin embargo, cuando os entreguen no os preocupéis por lo que vais a decir o por cómo lo diréis, pues lo que tenéis que decir se os inspirará en aquel momento; porque no seréis vosotros los que habléis, será el Espíritu de vuestro Padre quien hable por vuestro medio.» (Mt 10,19-20) Siempre con mucha paz.

Vuestro hermano en la fe,
Alejandro, C.M.F.

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