Comentario al Evangelio del domingo, 4 de junio de 2023
Enrique Martínez de la Lama-Noriega, cmf
VIVIR LA TRINIDAD
PARA PODER ENTENDERLA
Ponerme a escribir algo sobre la Trinidad no me resulta nada sencillo. Enseguida empiezan a rondarme por la cabeza frases como «Tres Personas distintas y un solo Dios verdadero», que si «de la misma naturaleza y dignidad sin que se confundan entre sí», etc… No me sería tan difícil redactar unos párrafos con conceptos muy elevados… pero la mayoría no entendería nada, o ni siquiera seguiría leyéndolos.
En fiestas como la de hoy, pienso a menudo que los hermanos que acuden a la celebración litúrgica se sientan ahí, en el banco, a ver lo que les cuenta el cura… sin haberse planteado antes una pregunta personal: ¿Qué significa para mí eso de «creo en un solo Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo»?
Nuestras liturgias están llena de referencias trinitarias, a menudo escuchadas y repetidas más o menos mecánicamente. Eso de «Por Cristo, con él y en él, a ti Dios Padre omnipotente en la unidad del Espíritu Santo…», o cuando nos santiguamos o bautizamos «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo», o proclamamos el Gloria… ¿qué queremos expresar? ¿Tienen algo que ver con nuestra vida, con nuestra experiencia de fe? Detenerse sobre estos asuntos tiene su importancia, pues nos remiten al núcleo central de la fe cristiana, justamente aquello en lo que nos distinguimos de todas las demás religiones.
Como tantas cosas importantes de la vida (la libertad, la esperanza, la amistad, el amor, la belleza, la misericordia, etc…) antes de teorizar sobre ellas es necesario haber experimentado, vivido, sentido algo. Así ocurre con respecto al Dios-Trinidad: antes de intentar comprender y madurar lo que significa, necesitamos preguntarnos cómo está presente, cómo he experimentado en mi vida al Dios Padre, al Dios Hijo, al Dios Espíritu Santo…
Como la fe la hemos recibido de otros, es una fe heredada y luego asumida, podemos aprovechar la invitación de Moisés (Dt 4, 32ss): «Pregunta, pregunta a los tiempos antiguos a ver qué te cuentan sobre Dios» y así remontarnos a los orígenes y esencia de nuestra fe, qué nos cuentan las Escrituras sobre Dios.
EL DIOS DEL PUEBLO
– Y lo primero que encontramos es a un Dios que habla para crear. Que tiene una Palabra creadora, ordenadora y renovadora. La fe nos dice que todas y cada una de sus palabras han sido recogidas porque tienen la capacidad de hacerme nuevo, de darme vida. Y por eso las escucho con reverencia y estremecimiento, para que me llenen de vida, de luz, de bendición. Un Dios que me habla y un Dios con el que puedo yo hablar. No es una energía, sino un Tú que dialoga.
– Es un Dios que hace al hombre a su imagen y semejanza, poniendo todo lo creado a su disposición y cuidado. Por eso nuestra fe nos llama a vivir descubriendo detrás de cada ser humano un espejo de Dios (a veces un poco o un mucho empañado, pero espejo en definitiva). Me dice que puedo mirar el mundo y la creación como un regalo exquisito para mí, que es mío y lo debo cuidar. Así que no estoy en el mundo por casualidad, sino porque un Dios ha querido que yo exista y me ha encargado una tarea que yo intento descubrir y llevar a la práctica. Nuestra vida tiene sentido.
– Es un Dios que busca al hombre, que me busca, que quiere encontrarse conmigo y nos sale al paso de manera especial cuando andamos perdidos en los muchos «Egiptos» de la vida. Un Dios que tiene un oído especial para percibir el sufrimiento y la falta de libertad de los hombres y se empeña en liberarlos (Moisés y la zarza). Por eso el sufrimiento, la injusticia y la falta de libertad son siempre tareas nuestras. A este Dios le gusta «hacer salir», «quitar cargas», desenmascarar y ridiculizar faraones y manipuladores de todo tipo, y conducirnos siempre hacia la tierra de la libertad. Que tiene preferencia por el pobre, el huérfano, la viuda y el emigrante, y protesta contra quienes les dañan, manipulan o desprecian.
– Es un Dios presente en la historia de un pueblo y le habla y le ayuda a interpretar cada uno de los acontecimientos que le van sucediendo. También yo puedo descubrir su presencia cuando me bloqueo con ese Mar Rojo que me parece mi fin, y él me ayuda a atravesarlo. Cuando recibo cada día el pan y el agua que me ayudan a caminar por mis desiertos, pero también me descubre que no sólo a base de pan llegaré a ser la persona que puedo y debo ser. Que me invita a subir al Monte para encontrase conmigo y hablarme al corazón. Que va situando en mi camino a muchos «Moisés» y «profetas» que me orientan y animan para no perderme, ni caer en las garras de tantos dioses falsos que quieren confundirme y apresarme. En los acontecimientos y encrucijadas nos está haciendo llamadas, señales, guiños que podemos ir descubriendo con ayuda (el Espíritu).
– Es un Dios empeñado en construir un pueblo universal, fraterno, justo. Todo lo que suene a «construir comunidad» y ponerse al servicio de los hermanos viene de Él. Y siempre está al lado porque para eso se llama «Yahveh»: el Dios que está y me acompaña, me protege, me guía…
EL DIOS QUE SE HACE PUEBLO
– Jesús es ya una locura de amor del Dios Padre: «Tanto amó Dios al mundo…». Fue el modo elegido por Dios para experimentar en «carne» propia todas nuestras cosas. Jesús es sobre todo una invitación a ser una persona que merezca la pena. Hemos sido creador para ser felices, y así nos lo explica con las Bienaventuranzas, parábolas, milagros, etc. Él mismo luchó a brazo partido contra el Mal bajo todas sus formas. Podemos deducir entonces: ¡Cuánto tiene que valer el hombre, cuánto tengo que valer yo, para que todo un Dios descienda de su cielo y se haga en todo como nosotros (menos en el pecado)! ¡Que se deje rechazar, despreciar y matar! Y a pesar de todo, nos pone la resurrección, la plenitud, la eternidad a nuestro alcance, como un regalo para quien quiera recibirlo.
– Cuando yo creo que el sentido de mi vida es vivir y ser como Jesús, y creo lo que Jesús me ha enseñado: que puedo llegar a ser perfecto como el Padre celestial. Cuando yo sé que el amor a los demás hasta entregar la vida por ellos merece la pena y tiene sentido… ¡Estoy creyendo en Jesús! Cuando oro no con muchas palabras como lo paganos, sino que dejo que Jesús me enseñe a orar para sentirme profundamente hijo amado por el Padre y para buscar su voluntad en todas las cosas, me voy haciendo profundamente humano… y estoy siendo un pequeño dios en la tierra. Estoy creyendo en el Hijo.
UN DIOS QUE HABITA EN EL PUEBLO
– Si cada vez que participo, por ejemplo, en una Eucaristía, experimento que eso no es un «recuerdo» de algo pasado, sino un acontecimiento actual del que yo soy protagonista… es que el Espíritu anda por medio.
– Si al escuchar en silencio lo más profundo de mí mismo, siento un eco que grita «Abba, Padre» y me hace descubrirme como Hijo… es que el Espíritu anda por ahí dentro. Sí: Dios dentro.
– Si me considero propiedad personal de Dios, y vivo consagrado a Él, dejando que ese Dios se exprese por medio de mis palabras, mis miradas, mis manos y mis pies, si dejo que mi corazón lata al ritmo del Amor… es que tengo experiencia del Espíritu.
– Si siento la urgencia de contar a otros lo que Dios ha hecho conmigo, si busco hacer nuevos discípulos, si he descubierto que tengo una tarea evangelizadora para hacer cada día… es que creo en el Espíritu de Dios.
– Si siento una fuerte llamada a ir cambiando mi vida, a no cansarme de luchar para crecer, a desterrar el pecado que se me agarra en el alma, si siento que 70 veces 7 Dios me perdona, me hace hombre nuevo, me dice «vete en paz»… es que sé quién es el Espíritu Santo.
Tenemos un Dios tan rico que va delante, está al lado, en medio y dentro de nosotros. En el somos, nos movemos y existimos, de Él venimos y hacia Él vamos. Quien ha experimentado en su vida algunas de estas cosas quizá no sepa explicar el Misterio de la Trinidad, pero lo estará viviendo, que en definitiva es lo más importante.
Me ha salido hoy una reflexión que merece ser repasada y orada unas cuantas veces… El Espíritu se encargará de abrirme caminos para madurar y amar más.
Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf
Imagen final de Agustín de la Torre