Comentario al Evangelio del domingo 30-11-2025
Queridos hermanos, paz y bien.
Como sabéis, hoy comenzamos el nuevo año litúrgico, distinto del año civil, o del curso escolar y del calendario laboral. El año litúrgico comprende también doce meses, pero no está dividido en cuatro estaciones, sino en tiempos de distinta duración. Es que en el año litúrgico no manda el clima, ni se divide según los solsticios y los equinoccios. En el año litúrgico cristiano manda la historia de las relaciones de Dios con nosotros; por tanto, manda la historia de Jesús, pues en Jesús Dios ha entablado con nosotros una Alianza Nueva. El centro del año litúrgico lo ocupa la Pascua de Resurrección del Señor o, si queréis, el Triduo Pascual que abarca del Jueves Santo al Domingo de Resurrección; le sigue el tiempo pascual, que dura siete semanas y lo precede el tiempo de Cuaresma, que dura seis semanas. Y hay otros dos tiempos especiales: el Adviento, con cuatro semanas de duración y la Navidad, con dos semanas más o menos alargadas. Después de Navidad y después de Pascua vivimos el tiempo ordinario.
En el tiempo de Adviento nuestra liturgia romana celebra la doble venida de Nuestro Señor Jesucristo. Por un lado, estas semanas preparan para la fiesta del nacimiento de aquel que, con su primera venida entre los hombres, cumplió las antiguas promesas y abrió el camino de la salvación y con ello participan en la memoria de la aparición reveladora y salvadora del Señor. Por otra parte, no nos detenemos sólo en el primer descenso, sino que esperamos el segundo. (San Cirilo de Jerusalén). El recuerdo de la venida del Señor en humildad despierta y fortalece la alegre y confiada espera del retorno de Cristo «en la majestad de su gloria».
El libro de Isaías nos habla de un nuevo orden mundial en el que «de las espadas forjarán arados, de las lanzas podaderas». ¿Pero cuándo sucederá esto? Vemos el mundo en que nos ha tocado vivir, y podemos pensar que no cambia nada. A veces nos cansamos de esperar, nos derriba la impaciencia. Jesús nos pide en este domingo que estemos preparados en vela, para «el día del Señor». No se trata de la destrucción; el día del Señor significará la inauguración de los tiempos nuevos, tiempos mesiánicos en el que reinará «la paz», el don de todos los dones, como nos recuerda el salmo 121.
Hoy la Palabra nos alerta para que nos demos cuenta de que Jesús, el Hijo del Hombre, viene a liberarnos de todas nuestras esclavitudes e incertidumbres. Él es nuestra justicia y nuestra salvación. San Pablo en la Carta a los Romanos nos dice que la salvación está cerca. El juicio es para la salvación, no para la condenación. Pero tenemos que espabilarnos y conducirnos como en pleno día, con dignidad. Debemos despojarnos de las obras de las tinieblas: comilonas, borracheras, lujuria, desenfreno, pendencias, riñas… Podemos añadir otras cosas de nuestro tiempo que nos alejan de la luz. San Agustín comenzó a llorar cuando leyó este texto y decidió dar un cambio radical a su vida, revistiéndose de Cristo. También nosotros podemos pensar en qué podemos mejorar.
El Evangelio os habrá resultado bastante extraño. Es como cuando percibimos frases sueltas de una conversación que están teniendo otros y que llega hasta nuestros oídos como a oleadas: ahora se oye, luego no se oye nada, de nuevo se vuelve a captar alguna palabra. Parecen cabos sueltos. Pero hay cosas bien claras. Por ejemplo, lo que se nos dice de lo que sucedió en tiempos de Noé: la gente comía, bebía, se casaba. De una forma plástica nos presenta Jesús una situación en que la vida de la gente se desenvolvía en las ocupaciones y acontecimientos normales de la vida ordinaria: comer, beber, casarse. Pero de repente vino la catástrofe que no se esperaban.
Podemos recoger una lección para nuestra vida. No se nos pide que abandonemos las ocupaciones de esos calendarios a que hacíamos referencia al principio: el calendario laboral, el calendario escolar, el calendario de nuestras relaciones y compromisos con los demás, donde entran también las fiestas y las bodas. Pero algo puede cambiar. Concretamente, podemos sentir la llamada a dar hondura a nuestra vida. Aprendamos a vivir las cosas desde Dios y hacia Dios; que todas nuestras acciones procedan de Él como su fuente y tiendan siempre a Él como a su fin.
Jesús muestra lo importante que es no apegarse a las cosas de este mundo. Nos preparamos para la segunda venida de Cristo. Eso nos obliga a vivir atentos. Porque no sabemos ni el día ni la hora. Y, en ese tiempo de espera, hay muchas dificultades que acechan al pueblo de Dios. Problemas ha habido siempre. Y los habrá. Lo importante es estar preparados para reaccionar como Dios quiere. ¿Cuándo llegará ese momento para nosotros? No lo sabemos. Puede ser nuestra propia muerte, o puede ser un momento decisivo en el que se resuelva algo importante. Puede encontrarnos «en el campo» o «moliendo». Y lo más importante aquí no es dónde nos encontremos, sino lo que hay en nuestro corazón, cómo vivimos a la espera de ese momento.
No hay que prepararse para ese momento determinado como si fuera un «examen». Jesús nos llama a vivir de tal manera que estemos preparados para el encuentro en todo momento. El hombre no ve la diferencia entre dos trabajadores en un mismo campo. Pero Dios mira profundamente en el corazón y nos ve tal como somos. ¿En qué pensaremos en el momento más importante, en el momento de la elección, de la catástrofe, de la muerte? ¿En las cosas olvidadas en casa? ¿En la opinión de la gente? Quizás también en eso. Aunque si no tenemos lo principal, lo que lo supera todo, si no tenemos el amor que determina nuestra elección, ninguna cosa nos salvará del vacío interior. Ante Dios nos presentaremos tal y como seamos en ese momento.
¿Soy capaz de encontrar a Dios en lo cotidiano? ¿No lo estoy sustituyendo por mis ídolos: el éxito, la comodidad o cualquier otra cosa? ¿Qué es lo más importante para mí, en qué vivo? Intentemos hablar hoy de ello con Él.
Me parece que tenemos por delante una hermosa tarea durante estas cuatro semanas: preparar nuestro interior como si fuera una cuna que va a recibir a Aquél que nos da la vida. El tren de la esperanza va a pasar por delante de nosotros, no lo perdamos, subamos a él y valoremos todo lo bueno que vamos encontrando en nuestro camino. Seamos también nosotros portadores de esperanza, esperanzados y esperanzadores. Así podemos conseguir que todos los que viajamos en el mismo tren de la vida podamos construir la nueva humanidad que viaja hacia la Jerusalén celestial. Seamos profetas de la esperanza, no del desaliento. El mundo está cansado de agoreros y necesitamos hombres colmados de esperanza.
Vuestro hermano en la fe,
Alejandro, C.M.F.

