Comentario al Evangelio del domingo 26-10-2025

Fecha

26 Oct 2025
En curso…

“El que se humilla será enaltecido”.

Queridos amigos, paz y bien.

Cerezo Barredo - Domingo XXX del Ordinario CTerminábamos el domingo pasado con el llamamiento de Jesús a orar siempre y sin desfallecer. Todo para intentar estar siempre en contacto con Dios, para conocer su voluntad y poder tomar las decisiones correctas. Es muy bueno orar. Contra el estrés al que nos somete la vida diaria, un tiempo de paz y de tranquilidad cada día es buenísimo para los nervios. Os lo recomiendo de corazón. Si los médicos supieran lo bueno que es, seguro que lo recetaban.

Hoy Jesús va un paso más allá, y nos da otro consejo para progresar en la vida espiritual. No es suficiente con orar siempre. Hay que aprender a rezar de la forma correcta. Posiblemente, alguno habrá que rece para que se le caiga el techo en la cabeza al vecino pesado, pero no suele ser lo normal. Con esta clase de súplicas no estaremos de acuerdo. Pero puede haber oraciones “equivocadas”, que sirven no para escuchar a Dios, sino para escucharnos a nosotros mismos. Para ayudarnos a combatir nuestras falsas seguridades y ponernos en presencia de Dios, Jesús nos presenta al fariseo y al publicano.

Porque el mundo en el que vivimos nos ha acostumbrado a trabajar duro para conseguir lo que queremos. Hay que esforzarse mucho para conseguir sacar unos estudios, ser eficaz en el trabajo, rendir mucho y producir más. Y también nos hemos acostumbrado a que se nos reconozcan los méritos. “Tanto he trabajado, tanto he estudiado, tanto me merezco”. En las relaciones de trabajo o de estudio, eso es lo normal.

Nosotros, cristianos del siglo XXI, también estamos en este mundo, y entramos en esa dinámica de lo justo y lo injusto. Eso está muy bien. Siempre que tengamos en cuenta que, en las cosas de Dios, los criterios han de ser diferentes. Y eso nos recuerda el mensaje del Evangelio de hoy.

Ya la primera lectura nos da algunas claves para poder entender lo que la Palabra nos quiere comunicar. “El Señor es juez, y para él no cuenta el prestigio de las personas.” Ante Dios no hay diferencia entre pobres y ricos. Los poderosos podían pensar antes que su posición económica era suficiente para conseguir un veredicto favorable en la justicia civil, sobornando al juez; pero olvidan que algún día deberán presentarse ante el Señor, para el juicio definitivo. Y ahí ya no habrá lugar para las bromas.

Ya antes, aquí en la tierra, la oración del humilde llega hasta las nubes y alcanza su destino. Nos lo recuerda el libro del Eclesiástico. Es un buen incentivo para orar sin desfallecer, con espíritu humilde.

Y hay más. La justicia de Dios, si por algo se caracteriza, es por estar siempre del lado de los más pobres. Lo que le conmueve es la debilidad, la pobreza del que se acerca sabiendo que ya no le queda otra solución que confiar en el Padre, que es bueno y vela por sus hijos.

Cuando se presenta delante de Dios alguien que no tiene ningún mérito que aportar, alguien que solo puede contar con su propia pobreza, entonces Dios se conmueve y pronuncia su veredicto de salvación.

El fariseo de la parábola hizo en voz alta una exposición de su vida, y todo lo que dijo no sólo era verdad, sino que, además, era admirable. En realidad, hacía más cosas de lo que le pedía la ley. Pero lo que le perdió fue el considerarse superior a los demás. Ser bueno implica también ser humilde.

Podríamos decir que el que piensa como pensaba el fariseo no es malo, más bien es ingenuo. Se comporta como aquel hermano mayor, que piensa que ‘merece’ la herencia del padre porque es una persona ejemplar, obedece siempre, no discute, no hace ningún mal. En realidad, si actúa correctamente se está haciendo bien a sí mismo y debe dar las gracias al padre que lo ha educado. La herencia le pertenece al progenitor y puede ser recibida solamente como donación, no algo merecido.

Lo que Él quiere es que nos reconozcamos pequeños, humildes, necesitados de su ayuda. Como hizo el publicano. A los ojos de los hombres, el publicano era un ser despreciable. Colaboraba con los romanos, puesto que su función era cobrar los impuestos. El pueblo no le quería. Muchos se aprovechaban de su situación y robaban. Pero Dios, que no ve las cosas como los hombres, sí le amaba. Y le concede la justificación, la gracia, porque fue sincero para con Dios.

Por supuesto, a Dios no se le puede engañar. No se trata de fingir una humildad que no sentimos. Se trata de ponernos en nuestro lugar, de ser humildes de corazón, y reconocer que estamos necesitados de la gracia de Dios, para poder alcanzar la salvación. Nuestros méritos ante Dios no son muchas buenas obras, sino el querer ser mejor, y caminar en presencia del Señor. Si hacemos esto, entonces sí que nuestra oración tendrá mucho peso ante Dios, porque la haremos desde el corazón. Como un niño pequeño que busca con la mirada a su madre, y, al verla, se duerme tranquilo.

Entonces nuestro compartir con los demás, será respuesta al amor de Dios que Él ha derramado en nuestras vidas. Querremos que los demás vivan lo mismo que nosotros vivimos. El camino no es yo hago cosas y Dios me da. Más bien, el camino es reconozco las cosas que Dios hace conmigo y por eso yo le devuelvo algo.

El final del Evangelio de hoy nos da una pista para nuestra vida de cristianos. “Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.” Aunque nos resulte duro entenderlo. Si queremos ser más de lo que somos, entonces no estaremos siendo sinceros con Dios, y de nada nos valdrán nuestros esfuerzos. Si reconocemos que Él nos ama, y nos ofrece su mano para seguir adelante, entonces estaremos por buen camino. Y todo lo que hagamos, será por Dios y para Dios. Lo dice san Pablo: “He peleado el buen combate, he terminado la carrera, he mantenido la fe.” Ojalá nosotros podamos decir lo mismo. Ojalá apreciemos en nuestras vidas esa dependencia de Dios, y podamos sentir, como el publicano, que Dios nos perdona. Y nunca, nunca es tarde para volver a empezar.

Vuestro hermano en la fe,
Alejandro, C.M.F.

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