Comentario al Evangelio del Domingo 22 de Junio de 2025 – Corpus Christi
Queridos hermanos, paz y bien.
El comienzo del Tiempo Ordinario siempre es poco ordinario. Las solemnidades de la Santísima Trinidad y del Cuerpo y la sangre de Cristo nos invitan a centrarnos en lo esencial, es decir, a pensar en qué Dios creemos y cómo recibimos ese alimento que es el mismo Cristo. Con esa intención, la Palabra de Dios nos presenta diversas realidades, para ayudarnos hoy a profundizar en nuestra fe.
Vemos en la lectura del Antiguo Testamento de hoy una misteriosa pre-aparición eucarística. Nos lo narra el capítulo 14 del Génesis. Abraham, el gran padre del Pueblo, ofreció el diezmo a un extraño sacerdote. Se llamaba Melquisedec. Poco sabemos de él, pero suficientes para considerarlo un sacerdote alternativo: su templo era el universo; los dones que ofrecía eran «pan» y «vino»; su procedencia era desconocida; tenía poder para bendecir; y así lo hizo con Abraham. El gran Patriarca le ofreció el diezmo y lo reconoció como su Sacerdote.
Los primeros cristianos descubrieron muy pronto que Melquisedec era la figura de Jesús. Más todavía: se dieron cuenta de que el sacerdocio levítico, propio del templo de Jerusalén y de la religión de Israel, no tenía tanta fuerza profética o mesiánica, como el sacerdocio de Melquisedec. En este sacerdote alternativo pasan a segundo plano los ritos, las celebraciones, los sacrificios de animales; y entra en escena una ofrenda sorprendente: pan y vino. La pre-aparición se torna aparición en la Última Cena de Jesús con sus discípulos. Allí aparece el «sin generalogía», el Hijo de Dios, ofreciendo Pan y Vino. Quien, ante la religión de Israel, era un mero laico, aparecía como el Gran Sacerdote «según el orden de Melquisedec». ¡Qué bien interpretó este acontecimiento la carta a los Hebreos y qué perspectivas abrió para darle al culto cristiano y su liturgia un sentido diferente!
Antes de dar su Cuerpo, Jesús en la última Cena honró el cuerpo de sus discípulos, lavándoles los pies y les pidió que se honrasen mutuamente, lavándoselos unos a otros. Jesús tenía tanto interés en entregar su Cuerpo como en hacer que la lógica de la entrega mutua funcionara entre los miembros de su comunidad, a los cuales Pablo llamó «Cuerpo de Cristo». Antes de ofrecer su sangre derramada, Jesús derramó el agua purificadora sobre cada discípulo, aunque la fuente de purificación más intensa era su Palabra: «¡Vosotros estáis limpios, por la Palabra!». Después derrama el vino, como símbolo y presencia de su sangre derramada. Y vuelve a sus discípulos «con-sanguíneos», aliados hasta la muerte.
En la mesa de Jesús hay sitio para todos. No se puede convertir la Mesa de Jesús en lugar de exclusión. En un espacio de espectadores que ven cómo «los buenos» comulgan y los demás asisten pasivamente al banquete. ¡Despide a la gente! ¡Que vayan a buscar alojamiento y comida!», le dicen a Jesús los doce apóstoles. Jesús les había hablado sobre el Reino de Dios, había curado a sus enfermos. A los Apóstoles les parecía suficiente la liturgia de la Palabra y el servicio de la Caridad. Por eso, intentaban forzar un «ite missa est». Pero Jesús sentía la necesidad de algo más. Les pide a sus apóstoles que lleven la hospitalidad hasta el extremo. Se lo pide con propuesta imperativa: «¡Dadles vosotros de comer!». Su respuesta es: «¡No tenemos para tan gran gentío!»
Para Jesús nada hay imposible. El encuentro debe continuar hasta la noche. Solo es cuestión de mirar al Cielo y desde allí recibir la bendición del Dios Abbá. La bendición llega a los panes y a los peces a través de las manos de Jesús. La forma de realizarlo nos recuerda lo que hizo en la última Cena, con los Apóstoles. De las manos de Jesús pasa a las manos de los discípulos. Desde las manos de los discípulos a las manos de la gente. «Comieron todos y se saciaron». Jesús no quiere una liturgia de la Palabra sin Eucaristía, ni un encuentro sin llevar a culmen la hospitalidad.
Hoy es la Fiesta del Corpus. En estos años hemos meditado en la Iglesia mucho, muchísimo sobre la Eucaristía. Hemos de preguntarnos: ¿está cambiando algo entre nosotros? ¿Hay una visión nueva o estamos repitiendo las viejas fórmulas?
Hoy es el día de la alianza de Jesús con nosotros, su Iglesia. Jesús viene del Cielo, del Mundo de la Resurrección. Se sienta con nosotros a la Mesa. Repite los gestos de la última Cena. Resume ante nosotros todo el entramado de su vida. No se ha ido al cielo para no volver. Vuelve en cada celebración eucarística y se aparece a nosotros. Lo que se pone sobre la Mesa es de la máxima importancia. Jesús pone sobre la Mesa, su Cuerpo y su Sangre, pero en estado de suprema perfección. Pone sobre la Mesa el Cuerpo entregado, el Cuerpo que ama sin límites, que in-corpora, que unifica. Pone sobre la Mesa la Sangre, la Vida, su impresionante Vitalidad. Se quiere derramar en nosotros
Hoy es el día del Cuerpo y de la Sangre en que todos nos encontramos, como Pueblo o Comunidad de la Alianza. También hay muchas personas que están buscando «el medicamento de la inmortalidad». ¡Quiera el Espíritu que descubran el inimaginable magnetismo del Cuerpo-Sangre de Jesús! Y que lo descubramos nosotros, esas personas a quienes se nos concede encontrarnos todos los días con el nuevo Melquisedec.
Vuestro hermano en la fe,
Alejandro, C.M.F.