Comentario al Evangelio del domingo 21-12-2025
La Virgen concebirá y dará a luz un hijo.
Queridos hermanos, paz y bien.
Hemos llegado, casi sin darnos cuenta, al cuarto domingo de Adviento. Este año, la cuarta semana de Adviento será cortita. El miércoles por la tarde celebraremos ya Nochebuena y el jueves, la Navidad. Pero aún hay tiempo para prepararnos como Dios se merece. Las lecturas de este domingo nos pueden ayudar, y mucho.
A lo largo de este Adviento se nos ha recordado que es una etapa de conversión que no debemos desaprovechar. Los caminos han de ser allanados para recibir al Gran Señor. En la antigüedad era frecuente que las ciudades que recibían a un gran rey prepararan sus caminos para que la marcha de la comitiva fuera más fácil, no fuera a ser que el gran séquito pasara de largo ante lo escarpado del camino. Y eso es lo que tenemos que hacer nosotros.
Se podría objetar que ya no hay tiempo, que el Señor ya llega. Pero no. Un instante es suficiente para convertirse, un segundo a veces es un tiempo muy largo. Que lo digan los jugadores de baloncesto, que pueden perder o ganar un partido en menos de un segundo. Basta con que soltemos lastre para que el globo de nuestras almas remonte el vuelo hacia lo más alto del cielo. Y ese lastre que nos impide volar la mayoría de las veces está encadenado a nosotros por la rutina, por la vagancia, por la soberbia… Y todo eso puede dejarse, con ayuda de Dios, en un momento.
Porque nadie tiene a su Dios tan cercano como nosotros. Dios con nosotros, se hace hombre, hueso de nuestros huesos y carne de nuestra carne, Hermano nuestro. Pondrá su tienda entre las nuestras. Se hace nuestro vecino. Hoy diríamos que se ha metido en el piso enfrente al nuestro. Dios se hace hombre. Si Dios se hace hombre, ser hombre es la cosa más grande que se puede ser. Dios es uno de nosotros. Pero a nuestro Dios eso aún le parece poco, y ese Dios con nosotros se hace Dios en nosotros. Vendremos a Él y haremos en Él nuestra morada. No es ya nuestro vecino, es algo totalmente nuestro, mío, mi propia vida, por la comunicación de su Espíritu, que es la vida de Dios.
Comenzamos con un signo en la primera lectura. La joven a la que Isaías se refiere es la mujer del rey. Esta muchacha – asegura el profeta – tendrá un hijo cuyo nombre será “Emmanuel” que significa “Dios está con nosotros’. Este hijo sucederá a su padre, dará continuidad a la dinastía y ninguno lo destronará, al contrario, será un grande rey, un nuevo David. El signo dado por el profeta se realizó: el hijo de Acaz fue concebido de la joven, nació y se convirtió en el signo de la presencia de Dios en medio de su pueblo; fue la prueba de la fidelidad del Señor a sus promesas.
Se llamó Ezequías, a quien se le pudo justamente aplicar el título de “Emmanuel”, “Dios está con nosotros”. Fue un rey discretamente bueno, pero no ciertamente el soberano excepcional que quizás esperaba el mismo Isaías. Por eso en Israel se comenzó a esperar a otro rey, un hijo también de David que cumpliese plenamente la profecía, que fuera de verdad el “Dios con nosotros”. En el evangelio de hoy lo indicará Mateo: es el hijo de la Virgen María.
En la segunda lectura encontramos el comienzo de la carta de san Pablo a los Romanos. Con los esquemas de la época, Pablo nos deja los títulos con los que se siente legitimado para dirigirse a la comunidad cristiana de Roma.
En efecto, nos recuerda que es apóstol, mensajero del Evangelio y siervo del Señor Jesús. De esa manera se hace patente que su autoridad para fundar entre los paganos nuevas comunidades y dotarlas de presbíteros viene de Cristo. Con esa autoridad anuncia la buena nueva por doquier, sufriendo toda clase de privaciones y calamidades por ello; y por eso comienza su presentación considerándose siervo de Cristo Jesús. En el mundo oriental los siervos no tenían ninguna consideración, sólo los señores. Pero aquí san Pablo lo entiende según los criterios del Antiguo Testamento: siervos son los grandes personajes como Abrahán, Moisés, Josué y David, sin olvidarnos del “Siervo del Señor” de Isaías.
Y el Evangelio nos narra el nacimiento de Jesús, a través de la historia de san José. Después de haberse prometido, y antes de que vivieran juntos – un año era el tiempo de noviazgo, por llamarlo así – José ve que su mujer está embarazada. Y él no ha intervenido. Podemos suponer su sufrimiento y frustración. Cómo todas sus ilusiones de formar un hogar se venían abajo. Él estaba enamorado de María. Sufrió en silencio el problema y confío en Dios. Un ángel vino a contárselo en sueños. Y en ese sueño el justo José descubrió que iba ser compañero, acompañante y coprotagonista de la historia más fabulosa que le ha ocurrido al ser humano: que el Dios poderoso tomara carne en el seno virginal de María y que él mismo tenía que ayudar al Niño Dios a dar los primeros pasos por la vida. Y nada más despertar del sueño fue a ver a María y ella supo enseguida que Dios había le había hablado. Y ambos, marcharon a su nueva casa, para iniciar una nueva vida en común.
No es extraño, pues, que exista tanta veneración por san José. Santa Teresa de Jesús, expresó claramente en muchas ocasiones que todas las cosas que en su vida había puesto en las manos del esposo de la Virgen María se habían hecho realidad. Su patronazgo se extiende desde la misma Iglesia de Dios hasta el más pequeño pueblito de no importa dónde. Hoy es un día excelente para recordar y venerar a San José. Y para poner en sus manos muchas de nuestras necesidades.
Pronto viene el Señor. Aprovechemos las horas que nos faltan para su llegada mejorando nuestros caminos interiores –y los exteriores, claro-, recuperemos nuestra paz, llenemos nuestro corazón de esperanza como nos pide el Papa. Esperamos pues en paz y con el corazón muy dispuesto a asistir al mayor milagro que se ha producido en la historia de la humanidad: que Dios se hiciera hombre para que pudiéramos ser más felices.
Vuestro hermano en la fe, Alejandro, C.M.F.

