Comentario al Evangelio del domingo 12-10-2025

Fecha

12 Oct 2025

Queridos hermanos, paz y bien.

Cerezo Barredo - Domingo 28 Ordinario CSeguimos acompañando a Cristo en su camino a Jerusalén. A veces le recibían bien, por donde pasaba, otras, no tanto. Es que no puedes agradar a todos, cuando vas por ahí diciendo verdades que no gustan.

Antes, en la primera y en la segunda lectura, tenemos algunos puntos para la reflexión.

En el Libro de los Reyes asistimos a una curación milagrosa. Nos encontramos en la segunda mitad del siglo IX a.C. Los sirios han extendido su dominio en las mayores partes de Siria y Palestina. El personaje más famoso y apreciado en el reino es el general Naamán, comandante en jefe del ejército. Lo tiene todo, pero ha enfermado de lepra, la incurable (en su época) enfermedad tenida como uno de los peores castigos de Dios. Un día, una chica israelita, capturada durante un ataque, le revela que en su tierra hay un profeta que hace curaciones extraordinarias. Se trata de Eliseo, el discípulo de Elías.

Lógicamente, Naamán se pone en marcha y va a visitarlo. Seguro que, por el camino, iba imaginando cómo serían el encuentro y la curación. Pero cuando está a punto de llegar a la casa del hombre de Dios, un siervo viene a su encuentro y le pide que se lave siete veces en el río Jordán. Con eso se curará. Naamán se enfurece. Está esperando que le salga al encuentro Eliseo y haga una invocación a su Dios, algún rito, una imposición de las manos, algo. Nada de eso. El profeta ni siquiera sale a saludarlo. Maldiciendo, está a punto de volverse a su tierra, cuando sus siervos se acercan y le dan un consejo elemental: Si el hombre de Dios le hubiera pedido que hiciera algo difícil, seguramente lo habría hecho. ¿Por qué no sigue una simple orden, como es lavarse siete veces en el río?

Siendo humilde, aceptando el consejo, Naamán se curó no solo de la lepra corporal sino también de la del alma. Del paganismo pasa a la fe en el único Dios. Como signo de su conversión, se lleva a su casa sacos de tierra de Israel, para seguir dando culto a ese Dios que le ha salvado. Podemos decir que gratuitamente recibió dos curaciones. Un verdadero regalo de Dios. Porque, como dice el salmo de hoy, “el Señor revela a las naciones su salvación.” A todas. Basta con ser humilde, y aceptar lo que Dios (y sus enviados, sus “ángeles”) nos digan.

En esa idea abunda y profundiza el apóstol san Pablo. Su vida estaba siempre unida a Cristo, y, como él dice, “por eso lo aguanto todo por los elegidos, para que ellos también alcancen la salvación y la gloria eterna en Cristo Jesús.” La misión por encima de todo.

Cuando escribe esta carta a Timoteo está preso en Roma, y se siente algo abandonado por los suyos. Pese a todo, confía en que la Palabra sigue expandiéndose, porque “la palabra de Dios no está encadenada”. Esta Palabra seguirá dando mucho fruto, pese a las dificultades, y por eso es preciso conservar la serenidad y alegría, ya que es un mensaje de paz y de amor.

No es difícil entender que lo que le pasó a Pablo y a Jesús se repite en la vida de cada auténtico discípulo. Aquellos que se comprometen a favor de la Verdad, con mayúscula, que dicen las cosas claras y denuncian la injusticia deben aceptar también las críticas, los malentendidos y hasta las persecuciones. Incluso dentro de la propia comunidad.

La salvación llega también para los leprosos que se encuentran con Jesús en el camino. La lepra, lo hemos dicho al comienzo, no tenía cura. Solo Yahvé, si se expiaban los pecados de toda una vida, podría llevar a cabo el milagro y devolver la salud. No podían entrar en las ciudades ni, mucho menos, en el templo. De modo que los leprosos se sentían rechazados por los hombres y por el mismo Dios.

Tenemos la posibilidad, a la luz de la Palabra, de revisar cómo nos relacionamos con los leprosos de hoy en día, con aquellas personas a las que nadie quiere, olvidados de todos; quizá en nuestro propio bloque de vecinos, quizá en el trabajo o en las clases… San Francisco de Asís, a raíz de su encuentro con un leproso, fue capaz de dejarlo todo y cambiar de vida. Quizá nosotros podamos aprender algo de los leprosos de hoy.

Los diez protagonistas del Evangelio de hoy se quedan a distancia, y en grupo le piden al Señor que tenga compasión de ellos. Juntos saben que pueden hacer más fuerza. “Ten piedad de nosotros”. Seguramente, esperaban alguna limosna, que les permitiera vivir un poquito mejor. Pero reciben algo insospechado, que no podían ni imaginarse: la curación. Eso sí, una curación a cámara lenta, no inmediata. Quizá para que, mientras van andando, puedan caer en la cuenta de lo que les está pasando.

De los diez leprosos, sólo uno vuelve para dar gracias a Dios. Dice algún autor que la elección del número diez no es casual. El número diez indica la perfección, la totalidad. Los leprosos del evangelio representan, por lo tanto, a toda la gente, la humanidad entera lejos de Dios. Con esa cifra, Lucas nos está diciendo que todos, judíos y samaritanos, somos leprosos y necesitamos encontrar a Jesús. Nadie es puro; todos llevamos en nuestra piel los signos de muerte que solo la Palabra de Cristo puede curar. Por eso tenemos que confiar, pedir y después de andar el camino, ser capaces de escuchar, como el samaritano, que “tu fe te ha salvado”.

Revisemos, entonces, nuestra capacidad de pedir y de dar; de poner en la balanza lo que pedimos a los demás y lo que damos a los demás; revisar también si somos capaces de dar gracias a Dios por todo lo que Él hace por nosotros, desde conservarnos la vida hasta poder celebrar la Eucaristía, el alimento, los amigos, la familia… Es bueno que, de vez en cuando, caigamos en la cuenta de que todo lo recibimos de Dios, y le demos gracias.

Ojalá nuestra oración tenga en cuenta este aspecto, y seamos buenos hijos, agradecidos. Decir gracias no cuesta nada y alegra a los otros. Y si somos capaces de hacer la vida más fácil a los demás, entonces estaremos construyendo el Reino de Dios. Roguémosle al Señor que nos conceda, por intercesión de la Virgen María, nuestra Madre, la gracia de no sólo respetar a los demás, sino la de ser agradecidos y saber procurar el bien de todos, como a hermanos nuestros, hijos de un mismo Dios y Padre. Amén.

Vuestro hermano en la fe,
Alejandro Carbajo, C.M.F.

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