Comentario al Evangelio del día 13-07-2025
Vete y haz tú lo mismo.
Queridos hermanos, paz y bien.
La vida eterna. Una pregunta que siempre ha preocupado a los buenos creyentes. Porque de la respuesta a esa pregunta depende la felicidad (o la desgracia) eterna. Merece la pena planteársela, porque no es cosa de broma. Es para siempre.
Además, hay un peligro muy grande, cuando encontramos textos tan conocidos como la parábola del buen samaritano: el de no prestar atención a los detalles, y creer que ya lo sabemos todo. Porque aquí hay muchos detalles.
Por ejemplo, el principio. Empieza fuerte el letrado. La vida eterna. ¡No pide nada este letrado! ¿Es que se puede hacer algo para heredarla? ¿No es un don de Dios que no podemos conseguir, por mucho que nos esforcemos?
Es, además, una pregunta que también nosotros nos podemos plantear. ¿Qué tengo yo hoy que hacer para heredar la vida eterna? ¿Qué le estaba diciendo Jesús a la gente de su tiempo, y cómo traducirlo aquí y ahora? Porque algo está claro, también hoy hay mucha gente tirada en la cuneta.
Para encontrar la respuesta a la pregunta del letrado, sólo hay que amar. Es algo teóricamente muy sencillo, porque a todos nos gusta ser amados, y reaccionamos mejor al amor que a los gritos. Eso lo sabemos. Pero es difícil. Y si a alguno se le ocurre decir que no puede, escuchamos de nuevo la primera lectura. El precepto que hoy te prescribo no es superior a tus fuerzas. Es curioso. La historia se repite. También los primeros judíos sintieron que seguir al Señor era difícil. Que no podían. No corrían buenos tiempos para los creyentes. Como quizá tampoco corran hoy para nosotros. Pero hay una cosa básica: querer volverse al Señor con todo tu corazón y toda tu alma. Basta querer. También hoy hay siempre posibilidad de volverse al Señor. Siempre hay cobertura, para llamar al teléfono de Dios. La pregunta es: ¿quieres heredar la vida eterna o no? ¿te lo quieres plantear, por lo menos?
Se trata, en el fondo, de ser un poco como Dios. De amar como Dios nos ha amado. Volvernos conscientes de este don de Dios, de que él nos ha amado primero. Y nos ha mostrado su amor en Jesús, porque Jesús, como también dice la carta a los Colosenses, es el rostro de Dios. Es, si queréis, el documento de identidad de Dios, sus huellas digitales en nuestra historia humana. Así vistas las cosas, amar a Dios es antes un don que un mandamiento. Es un mandamiento porque es un don. «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti», decía san Agustín.
Jesús es el primogénito. Nosotros somos hijos en el Hijo. Y si somos hijos, somos también herederos. Herederos de Dios y coherederos con Cristo. Y, sin embargo… Sin embargo, lo que has heredado de tus padres, conquístalo para que te pertenezca. Hay que poner algo de nuestra parte, no se puede vivir de las rentas.
No se nos pide nada del otro mundo. Para conquistar la vida eterna, haz esta vida posible a los otros, particularmente a los que están tirados en la cuneta. Y se nos pide que nos mostremos agradecidos a nuestro prójimo, a todo el que nos ha visto más o menos tirados en la cuneta y nos ha hecho de nuevo la vida posible. Lo fundamental, lo más importante de todo, es volvernos más conscientes del amor de Dios, el primero que nos ha hecho la vida posible; de la manifes¬tación de este amor en Jesús, y de la necesidad de amar a los demás, en la medida de lo posible, de la misma manera.
Otro detalle. El doctor de la ley, al responder a Jesús, no dice la palabra “samaritano”. Habla de “el que lo trató con misericordia”. Ese pagano supo hacerse el prójimo. Porque el que sabe convertirse en prójimo, el que se acerca y es capaz de amar, ése demuestra haber asimilado el comportamiento del mismo Dios. A veces nos da miedo pronunciar ciertas palabras, porque podemos hacer realidad aquello que significan y que no queremos ver.
Quizá el final del texto, otro de los detalles que a lo mejor se nos escapa, porque ya nos lo sabemos, nos dé una pista. Vete y haz tú lo mismo. No dice entiéndelo o estás de acuerdo. No se trata de saber muchas cosas teóricamente, o de estudiar muchos libros, o de cumplir las normas sin más. Se trata de amar a Dios y de amar al prójimo. Lo dice san Pablo, si no tengo amor, nada soy. De nada valen los rezos del sacerdote que bajaba por el camino, pero no atendió al herido (aunque la profesión quede un poco perjudicada), o la oración del levita, que tampoco hizo nada. Lo dice la carta de Santiago, muéstrame tu fe sin obras, que yo por mis obras te mostraré mi fe. Vale más el gesto del samaritano, porque demuestra amor.
Hazte prójimo de quien está en necesidad y heredarás la vida. La parábola lleva un mensaje explosivo: quien ama al prójimo ama ciertamente también a Dios (cf. 1 Jn 4,7). Quizás lo rechace de palabra, pero en realidad no está rechazando a Dios sino solamente a una falsa imagen suya. Los “samaritanos” que aman al hermano, quizás sin saberlo, están adorando a Dios.
Y que no se nos olvide: El precepto que hoy te prescribo no es superior a tus fuerzas. Basta querer. Pero quererlo con todo el corazón, con toda el alma, con todas nuestras fuerzas, y pedírselo a Dios. ¿Quieres heredar la vida eterna?
Vuestro hermano en la fe,
Alejandro Carbajo, C.M.F.