Comentario al Evangelio del 5-11-2025
Hace muchos años, cuando estudiaba teología, uno de mis profesores, al hablar del matrimonio, nos decía que el amor de los que se casan tenía que ser, al menos en la intención, “para siempre y para todo”. Es decir, un amor sin límites, un amor y una entrega que abarca a toda la persona y que tiene el deseo de perdurar en el tiempo. Los que se casan pensando que su matrimonio va a durar apenas unos cuantos años o los que se casan y lo hacen poniendo límites a su relación, no se casan válidamente. Nos guste o no el sentido común nos dice que eso es una verdad como un puño. Porque ¿qué amor es ése que no es “para siempre y para todo”? Eso no quiere decir que todo funcione a la perfección, que no haya un proceso, un crecimiento en el amor y en la relación. Incluso hasta se puede llegar al fracaso en la relación. Pero la intención inicial tiene que ser la entrega total y para siempre. Sin eso no hay matrimonio.
Jesús hace un planteamiento similar para todos los que queremos seguirle. Nos pide una entrega total y eso significa dejar de lado todo lo demás. O, al menos, poner todo lo demás en un segundo término. Porque lo primero es la fraternidad del Reino, lo primero es vivir el amor de Dios para con todos, y especialmente con los últimos, los abandonados, los dejados de lado. Igual que en lo que comentábamos del matrimonio, no se trata de estar en el nivel de la perfección desde el principio. El discipulado es un camino, un proceso. Pero la intención tiene que ser la entrega total. En caso contrario, no vale la pena empezar el camino. Ni, por supuesto, ponerse la medalla de “discípulo” cuando, en realidad, no se tiene intención de seguir de verdad a Jesús, de trabajar por la fraternidad y la justicia que son la marca del Reino.
¿Significa eso que no hay que amar a la familia? Por supuesto que no. Significa que tanto las relaciones familiares como las demás hay que vivirlas desde el amor misericordioso, comprensivo, perdonador y paciente de Dios. Ahí es donde tiene que estar el discípulo de Jesús.
Fernando Torres, cmf