Comentario al Evangelio del

CR

Queridos hermanos:

Hoy es la Virgen del Rosario, tan popular. Había una coplilla que decía: “La cuentas del rosario son escaleras, para subir al cielo las almas buenas”. Al margen de la ingenuidad, en el rezo del rosario, vamos desgranando, al pasar las cuentas, los misterios de Cristo, a la luz del misterio de María, su Madre. Y, a la vez, presentamos a Dios el misterio del hombre; una veces lleno de dolor, otras, colmado de gozo, siempre con la esperanza de la luz y la gloria. A la hora del atardecer, en cuántas familias, en cuantos templos se reza el rosario. El pequeño instrumento para rezar el rosario cuelga de la cabecera de la cama, se anuda a las manos de los que mueren o lo vemos en la delantera del coche. Así de querida es esta devoción.

La oración de petición de gracias parece que pasa también por una crisis. Es necesario elevar un elogio de la oración de petición. Es connatural al hombre sentirse débil, necesitado, finito. Me siento enfermo y acudo al médico; me siento indigente y vuelvo los ojos a Dios Padre. Cuántas veces repetimos con la liturgia cristiana: “Señor, ten piedad de mí”. No seamos tiquismiquis tildando de egoísmo este modo de orar. Pero si muchas veces lo que pedimos es para los demás.

El evangelio se llena hoy de parábolas e imágenes. La insistencia en la oración del amigo que llega a medianoche; la bondad de los bienes de Dios que nunca se parecerá al que da una serpiente si se le pide un pez. La comparación con el hombre que sabe dar cosas buenas. ¡Cuánto más el Padre!

En resumen, el hombre “indigente, perdido y en la calle”, “pide, busca y llama”. Al final, el Padre Dios “nos dará, nos ayudará a encontrar y nos abrirá”. No somos amigos impertinentes, somos sus hijos.

El mismo Jesús nos da ejemplo. En Getsemaní y en la hora suprema, suplica: “Pase de mí este cáliz”, “Padre, tengo sed”. Con el salmista, y con Jesús, exclamamos, llenos de confianza: “Cuando te invoqué me escuchaste”.

Es cierto que Dios conoce nuestras necesidades, pero le gusta que se las presentemos. No pedimos para que Dios se entere sino porque, así, nos lo creemos más, nos colmamos de confianza, y hasta se nos cambia el corazón. Acaso, sentimos también el silencio de Dios ante nuestra petición. “Dios no me escucha”, decimos. Pero no perdemos la paciencia. Lo apunta el Evangelio: al menos, siempre nos dará el Espíritu Santo, “Don en tus dones espléndido”.