Comentario al Evangelio del

Severiano Blanco, CMF

Queridos Hermanos,

Las antiguas iglesias, con su cementerio al lado o dentro del mismo edificio y con un retablo bien cargado de imágenes de santos, intentaban poner de manifiesto la presencia conjunta de toda la comunidad creyente: allí yacía la generación anterior, que había transmitido la fe a la generación presente, que celebraba la liturgia; y los santos le señalaban destino gloriosos que los esperaba, destino que muchos antepasados ya habían alcanzado. 

“Reconoce, oh cristiano, tu dignidad”, escribió San León Magno en el siglo V.  Y hoy la carta a los Hebreos nos invita a ser conscientes del ámbito privilegiado en que la vida de fe nos ha situado. Estamos en la compañía de Dios y de sus ángeles y somos los “conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios” (Ef 2,19). El mundo de lo divino no es para nosotros aterrador, como lo era para el judaísmo primitivo (“nadie puede verme y continuar con vida”, decía Yahvé a Moisés [Ex 33,20]), porque la sangre de Jesús nos ha hecho ciudadanos del cielo y domésticos de Dios. Es un proceso iniciado en el bautismo y en el que estamos llamados a avanzar, “entremos más adentro en la espesura” (S. Juan de la Cruz).

A nivel histórico eso se tradujo en la familiaridad de Jesús con sus seguidores, con los cuales compartió la propia misión: “Como el Padre me envió, así os envío yo a vosotros” (Jn 20,21). Lo llamativo de la misión es la menesterosidad, la falta de atuendo y de recursos. Incluso en la versión de Marcos, donde algunos preceptos se atenúan; en la Mateo y Lucas (“fuente Q”), más radical, se prohíbe a los misioneros incluso el bastón y las sandalias. Marcos, con gran realismo, cayó en la cuenta de que los largos viajes misioneros de la Iglesia naciente exigían unos mínimos de apoyo en el caminar protección para los pies. Por lo demás, quizá Marcos sabía que en la tradición profética el bastón era signo de autoridad, de la que los enviados de Jesús van investidos.

En todo caso, el desprendimiento de los evangelizadores debe ser total: sin pan ni alforjas ni monedas. La intención es clara: no deben prestarse a confusión con los pseudo-misioneros de diversas religiones que abundaban por entonces, con frecuencia meros embaucadores, que, llegados a una población, proclamaban un mensaje religioso o filosófico y seguidamente pasaban la bolsa para recoger la recompensa. Jesús dirá a los suyos: “gratis lo recibisteis, dadlo gratis” (Mt 10,8). Una Iglesia pobre y desprendida es una Iglesia creíble, han venido diciendo casi machaconamente los últimos Papas. Cuando hay intereses, la palabra se hace sospechosa. Ya Sócrates, acusado de corromper a la juventud ateniense, en su apología dijo a los jueces: “tengo un testimonio irrefutable de mi veracidad: que soy pobre”.

El texto evangélico ofrece todavía más indicaciones sobre la misión. Esta debe ir acompañada del testimonio. Del Dios providente solo es testigo quien no lleve ropas de lujo o de repuesto, y del Dios de la paz y la unidad quien vaya inerme y en comunidad: “de dos en dos”. Por lo demás, toda la comunidad creyente debe comprometerse con la misión, alojando en sus casas a los misioneros y proveyéndolos de lo necesario; en Mt 10,41s se promete recompensa a quien simplemente les ofrezca un vaso de agua. Los misioneros llevan adelante el estilo de Jesús itinerante.

Vuestro hermano

Severiano Blanco cmf