Comentario al Evangelio del
Queridos hermanos:
Dale Carnegie, experto en el arte de las relaciones humanas, afirma: “El propio nombre es para cada persona la voz más dulce e importante de su idioma”. Llamar por el propio nombre a las personas es mostrarles que merecen nuestra confianza, que tienen nuestro respeto, que pueden contar con nuestro amor. Llamar a alguien por su nombre es reconocer su identidad más genuina. Es darle la vida.
En la antigüedad, y todavía hoy en las culturas primitivas, el nombre significa lo que en realidad es la persona, o una cualidad -imaginaria o real- que el recién nacido tiene o que se desea que llegue a poseer. En el libro del Génesis, se pone nombre a los seres y se les encomienda una tarea. En la Biblia, el nombre no es algo convencional sino que quiere expresar el papel de un ser humano en el universo, su misión, su porvenir.
¿Qué experimentarían los apóstoles -también Simón y Judas- al escuchar de labios del divino Maestro su nombre? ¿Qué resonancias especiales pudo tener para ellos la llamada de Jesús para ser apóstoles?
La vocación de los apóstoles, recordada por la liturgia en este día, nos remite al momento de nuestra propia vocación como seres humanos, como cristianos, como comprometidos con la causa de Jesús y con la extensión de su obra.
¿Nos sentimos concernidos al escuchar nuestro propio nombre? ¿Qué resonancias (sentimientos, sensaciones, impulsos...) reviste el simple recuerdo de ese momento especial en el que Jesús nos llamó? ¿Hacia qué mayor y renovado compromiso de vida nos empuja?