Comentario al Evangelio del

José Luis Latorre, misionero claretiano

Queridos amigos. ¡ALELUYA. CRISTO HA RESUCITADO. ALELUYA!

Pedro y Juan subían al templo a orar y allí se encuentran con un lisiado que les pide limosna. Pedro le dice: “no tengo plata ni oro, pero te doy lo que tengo: en nombre de Jesús Nazareno levántate y anda”. Hoy también hay hambre y sed de milagros, y la gente acude allí donde tienen lugar. Los medios de comunicación social los hacen espectaculares y los “obradores de prodigios” corren el riesgo de ser idolatrados. Pero tanto Pedro y Juan como Pablo y Bernabé (Hch 14, 14ss) corrigen al pueblo y dicen de manera clara que no deben concentrarse en torno a sus personas, sino en torno al poder del Nombre de Jesús. Quien tenga fe en este Nombre, quien lo invoque, también hoy podrá obtener milagros.

Hoy también hay situaciones tan dolorosas y penosas que nos hacen pedir un milagro y nos impulsan a dirigirnos a personas consideradas particularmente próximas a Dios. Estas personas la mayoría de las veces no tienen “ni plata ni oro”, pues viven en medio de la humildad y la oración. Dios sigue haciendo hoy prodigios a su pueblo, pues Él no abandona nunca a su pueblo y lo socorre también con intervenciones extraordinarias, pero las hace a través de la oración y la fe.

A través del desprendimiento y la pobreza es como podremos volver a encontrar nuestro lugar en el corazón del pueblo. Cuanto más pobres y desinteresados seamos, menos exigentes seremos, más amigos seremos del pueblo y más fácil nos resultará hacer el bien. La pobreza es hoy más necesaria que nunca para luchar contra el mundo, contra el lujo y el bienestar que crece por doquier. Si el cristiano hace como el mundo, ¿cómo podrá guiarlo e instruirlo? Cuanto más grande es el desprendimiento interior y exterior en un corazón, más abunda en él la gracia, la luz y el Espíritu de Dios.

A través de la pobreza, la humildad y la muerte es como Jesús engendró a la Iglesia, y de este modo es como la hacemos creecer nosotros. Toda obra de Dios debe llevar, por encima de todo, el sello de la pobreza y del sufrimiento. “Pero estamos tan inclinados a esconder nuestra pobreza y a ignorarla que perdemos a menudo la ocasión de descubrir a Dios. Él mora precisamente en ella. Debemos tener la audacia de ver nuestra pobreza como la tierra en la que está escondido nuestro tesoro” (cfr. H.J. Nouwn, Pan para el viaje, p. 249).

Para poder vivir así no podemos salir de la comunidad, como los dos de Emaús, sino en ella alimmentarnos de la Palabra y la Eucaristía para estar siempre unidos al Señor que camina junto a nosotros constantemente y se nos hace presente de mil formas.