Comentario al Evangelio del

José M. Vegas cmf

Queridos hermanos,

Ser bienaventurado (bendito, beato, feliz) es un don que reciben los que aceptan a Cristo, porque es en él en quien las Bienaventuranzas se encarnan y se hacen realidad. Y esta bienaventuranza no puede no reflejarse en el modo de pensar, de actuar, de vivir de los que la han recibido. Por eso, Jesús no se dirige hoy a nosotros en condicional: lo que podríamos llegar a ser si cumplimos ciertas condiciones; sino que, después de habernos declarado felices (“bienaventurados vosotros…”), Jesús nos dice lo que ya somos: sal y luz. La sal da sabor, resalta lo bueno de lo que sazona, pero además ayuda a conservarlo. Ser sal de la tierra significa mejorar la calidad de la vida, aumentarla, darle plenitud. La luz nos permite ver, descubrir la belleza que nos rodea, pero también no perder el camino, orientarnos, acercarnos a la meta de nuestra vida. Ser luz del mundo significa ayudar a descubrir el sentido verdadero de la realidad toda, iluminar los valores que salvan nuestra vida, hacer al Dios Padre de Jesucristo visible en nuestro mundo.

Pero, como todo en la vida cristiana, el don por el que ya somos sal y luz no es algo automático, sino que conlleva una responsabilidad, la de cuidarlo y acrecentarlo para que cumpla la misión para la que se nos ha dado. Si lo acogemos de manera descuidada, desagradecida, rutinaria, sin dejar que penetre nuestro ser, acabará perdiendo su eficacia. De ahí la advertencia de Jesús sobre la sal que se vuelve sosa o la luz que se esconde.

De hecho, la fe y la vida cristiana son de por sí difusivos. Por eso ha elegido Jesús esas imágenes: la sal y la luz actúan sobre otras realidades distintas de ellas. Los cristianos no podemos no compartir lo que hemos recibido: no podemos vivir para nosotros mismos, sino para los demás, compartiendo nuestra fe, con el testimonio de la palabra y de las buenas obras.

De nuevo vemos el anticipo de la vida evangélica en el profeta Elías, que denuncia el pecado de su propio pueblo (sal que ha perdido el sabor, luz apagada por la idolatría), pero no duda en favorecer a una pobre viuda de un pueblo pagano, capaz de compartir generosamente con él lo poco que tiene. En la denuncia a su pueblo, se nos recuerda la responsabilidad que conlleva la fe. En la gracia que recibe la viuda de Sarepta, su subraya su carácter de don, y también que el bien y la salvación no conocen fronteras.

Cordialmente,
José M. Vegas cmf