Comentario al Evangelio del

Francisco Javier Goñi, cmf

“Animo, soy yo, no tengáis miedo”. ¡Cuántas veces en mi vida he tenido que recordar estas palabras de Jesús! Son muchas las ocasiones en las que Jesús tuvo que animar a sus discípulos a no tener miedo. Yo también, en mi ministerio como sacerdote y en general en mi vida, muchas veces he tenido miedo. Y creo a todos nos ocurre lo mismo.
Generalmente pensamos que lo que atenta contra nuestra fe son las dudas. Como si la fe consistiera en verdades que se han de creer, y ponerlas en duda, dejar de tener fe.

Lo contrario a la fe no es la duda, sino el miedo. En realidad, la fe es una actitud de confianza hacia una persona, en concreto, en nuestro caso, hacia la persona de Jesús. Creemos en las verdades de la fe porque confiamos en la persona que nos las ha revelado. Pero mientras sigamos confiando en él podremos incluso someter a duda e investigación determinadas verdades sin que por eso se tambalee nuestra fe. Otra cosa es dejar de confiar en él: entonces sí que se tambalea la fe. Y el sentimiento en el que se expresa esa desconfianza es el miedo.

Muchas veces he sentido miedo. He de confesarlo. Ante situaciones dolorosas que me desbordaban, ante compromisos que no quería asumir, ante decisiones a las que me sentía llamado pero que ponían en jaque mi comodidad, mi vida fácil o la buena imagen ante los demás. En medio de esas “tormentas” que a todos nos llegan lo único que nos puede salvar es escuchar al Maestro que nos dice: “¿Por qué tienes miedo?; soy yo; confía”. Y renovar nuestra fe en él.

También nosotros, como aquellos discípulos, podemos ser “torpes para entender”. Pero siempre podemos mantener nuestra confianza en el Señor. En cualquier situación, pase lo que pase: siempre podemos renovar nuestra confianza en su presencia cercana, en su amor inmenso. Y llegar así, por la confianza que nace del amor, a no tener miedo a nada.