Comentario al Evangelio del

José María Vegas, cmf

Misa de la Vigilia: Ha aparecido la gracia de Dios

Escuchemos una vez más la gran y alegre noticia de la Navidad: ¡Ha aparecido la gracia de Dios! ¡Nos ha nacido un Salvador! ¡Dios ha venido a visitarnos! El objeto de nuestros anhelos y deseos más profundos y auténticos se ha hecho presente entre nosotros. En una palabra, ha nacido Jesús, el Salvador y, por Él, Dios mismo se ha hecho accesible y cercano.

Sin embargo, esta gran noticia tiene el peligro de sonar en nuestros oídos como una fórmula hueca, una frase retórica, que de tantas veces repetida ya no nos dice nada. Y es que, en verdad, podríamos preguntarnos, después de más de dos mil años del nacimiento de Cristo (de celebrar la navidad y anunciar esa alegre noticia), ¿qué ha cambiado realmente? ¿Dónde está ese Sol que nace de lo alto (Lc 1, 78)? ¿No resulta que, tras dos mil años de “era cristiana”, seguimos viviendo en tinieblas y oscuridad? Porque lo cierto es que en nuestro mundo siguen reinando la injusticia y la violencia, la pobreza y el hambre, la guerra y la opresión. Las tinieblas tienen muchos rostros, nos rodean de múltiples formas. A la gran escala, la de las grandes tragedias de la humanidad, y a la pequeña escala de nuestros pequeños dramas, dolores, frustraciones e insatisfacciones (que para nosotros no son en absoluto pequeños, ya que están hechos a nuestra medida), parece que las tinieblas tienen las de ganar. Porque es así: tras dos mil años de celebraciones navideñas seguimos caminando en las tinieblas. Y los fuegos de artificio que hemos ido inventando con la ilusión de sustituir a la luz nacida en Belén (la ciencia, la revolución social, el progreso…) aunque al principio nos han deslumbrado, tampoco nos han traído la salvación prometida y han provocado al final más frustración todavía.

Sin embargo, tenemos que decir que, aun reconociendo su parte de verdad, si nos limitamos a quedarnos en estas críticas y esta protesta, es que no hemos entendido bien el mensaje de navidad. Escuchémoslo, pues, de nuevo: “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande”. No se dice ni se anuncia que ya no hay, ni habrá, más tinieblas, sino que en medio de ellas brilla una luz grande, de manera que el pueblo que caminaba sin rumbo en la oscuridad (todos nosotros) ha encontrado la posibilidad de orientarse, de dar con el camino, de salir de su extravío y dirigirse a la meta. En verdad, en medio de la oscuridad basta una pequeña luz para no perder el rumbo. Y nosotros, en esta noche, hemos recibido no una pequeña, sino una gran luz, la luz de Jesucristo, que brilla en medio de la noche.

Es una luz grande, capaz de iluminar a todo el mundo, a toda la historia. Por eso, Lucas sitúa el nacimiento de Cristo en el conjunto del cosmos y de la historia universal: “salió un decreto del emperador Augusto, ordenando hacer un censo del mundo entero”. Pero su modo de aparición no es deslumbrante ni cegador: esta gran luz está encerrada en la humanidad de un niño recién nacido. De este modo nos dice Dios (y ya con esto nos ilumina no poco) quiénes somos nosotros, los seres humanos, para Él. Si Dios mismo adopta la humanidad y se hace hombre en Jesús, es que ser hombre no es algo insignificante, ni un azar ciego, sino dotado de enorme importancia: le importamos a Dios.

Pero esta apariencia humana que encierra la luz divina requiere por nuestra parte un acto de fe. Para ver en la oscuridad y caminar en pos de la luz hay que abrir los ojos, hay que creer y confiar. Ahora podemos entender que creer no es andar a ciegas, sino ir en pos de la luz.

Aquí, en Murmansk, en medio de la noche polar que pone aprueba nuestra paciencia y despierta incluso físicamente el deseo de luz, uno entiende lo que significa creer. No vemos el sol, que se niega a asomar en el horizonte. Pero existen signos que hablan de él: a mediodía y durante un par de horas la noche se atenúa con un resplandor (similar a la aurora y al atardecer) que anuncia que existe el sol del que brota esa tenue luz. Y, a veces, en medio de la noche sucede un milagro, aparece una gran luz, que sin el sol no sería posible: una aurora boreal.

En realidad, de las tinieblas de nuestra historia somos responsables nosotros, los seres humanos. No es Dios, sino nosotros, quienes declaramos guerras (aunque algunos usen abusivamente el nombre de Dios para justificarlas), nosotros los que nos comportamos injustamente, lo que nos servimos de la violencia o de la mentira. La historia y el mundo son nuestro campo, y Dios respeta nuestra libertad. Pero ese respeto que le prohíbe entrometerse en nuestras tomas de decisión (lo que destruiría nuestra libertad y nos haría marionetas, no sé si felices, pero, desde luego, no con una felicidad humana), no significa que permanezca indiferente y nos abandone a nuestra suerte. Dios viene a visitarnos para ofrecernos su luz, para enseñarnos el camino de la verdadera felicidad, del bien, de la salvación.

También de nosotros depende acogerlo o rechazarlo. ¿Por qué después de más de 2000 años de celebrar la Navidad seguimos en la oscuridad? Porque “no tenían sitio en la posada”. Como dice también San Juan en el Evangelio del día 25, “la luz verdadera que con su venida ilumina a todo hombre vino a los suyos, pero los suyos no la recibieron” (Jn 1, 9. 11).

Sin embargo, el mismo Juan nos recuerda que no es cierto que nadie la recibió y, por tanto, que nada ha cambiado desde entonces: “A cuantos la recibieron… les dio el poder para ser hijos de Dios” (Jn 1, 12). Lucas identifica en los pastores a aquellos que lo recibieron. Los pastores son los pobres, los que viven a la intemperie, los que están abiertos, los que velan. Según cómo leamos la canción del coro celestial, podemos entender que los pastores son “los hombres de buena voluntad”, o, mejor, aquellos “a los que ama el Señor”; y, por tanto, en principio todos los seres humanos. Los pastores son los que se ponen en camino, los que caminan en la oscuridad porque reconocen la luz. De manera especial, los pastores son hoy los niños, que no están maleados por la rutina y son capaces de percibir la novedad alegre del mensaje de los ángeles; los niños y los que son como ellos: José y María, los Magos de oriente, Pedro y Pablo y los demás Apóstoles, Justino, Ignacio de Alejandría, Agustín, Francisco, Domingo, Teresa y un largo etcétera de nombres la mayoría para nosotros desconocidos (pero en el que estamos incluidos) pertenecen a esa estirpe de pastores, gentes en vela, niños.

Dios nos ha dado la luz de Jesucristo: significa que la oscuridad (el mal del mundo en todas sus formas) no es una excusa: podemos ir a adorarlo, podemos, si queremos, caminar en su seguimiento, podemos acoger su palabra y vivir según ella. Tal vez, de esta manera, no disiparemos del todo las tinieblas a nuestro alrededor pero, al menos, veremos la luz que ha nacido en Belén y podremos no sólo caminar, sino ser nosotros mismos, por medio de las buenas obras, pequeñas luminarias que alumbran reflejando la luz recibida de Jesús, dan esperanza y ayudan a otros a caminar.

Será, pues, cierto, que hay oscuridad. Pero hoy nosotros descubrimos que también hay luz, que hay, sobre todo, luz.

 

Misa del día: Se hizo carne

El prólogo del Evangelio de Juan, que la Iglesia lee cada día de Navidad, es, en verdad, impresionante. No en vano se ha visto en el águila (el águila de Patmos) el símbolo de este evangelista, pues el águila es único animal capaz de mirar al sol directamente. Juan pone ante nuestros ojos al Dios eterno, que es y existe desde siempre, pero que no es un monarca solitario y ensimismado, sino expresión, Palabra, tensión comunicativa. Juan nos habla de un Dios lleno de fuerza y de poder, pero de un poder positivo, creador, luminoso, que disipa las tinieblas de la nada, que, como dice también la carta a los Hebreos, sostiene al universo con su palabra poderosa, y al establecer el ser de todo por medio de esa Palabra eterna se comunica, se ofrece y busca entablar un diálogo.

El despliegue de poder divino nos lo presenta Juan en consciente contraste con el poder tal como lo entendemos nosotros: el poder o los poderes del mundo. En este mundo ser poderoso significa ante todo tener la capacidad de imponerse, amenazar y destruir, en último término, de matar. Por eso, el poder es, al mismo tiempo, algo deseado y odiado: deseado para sí, pero odiado cuando lo tienen otros. Hay un tono inevitable de oscuridad en estos poderes mundanos, por más que no estemos irremediablemente condenados a usarlos sólo para el mal. Pero, y esta es la cuestión, si de verdad eres poderoso, es necesario que se sepa que puedes, si quieres, arremeter destructivamente.

Nada de esto encontramos en la Omnipotencia divina que nos revela Juan, junto a la cual, desde el principio (es decir, de manera esencial, radical, originaria e inseparable) está la Palabra creadora de todo y, por lo tanto, destructiva de nada. Dios manifiesta paradójicamente su poder ilimitado y creador en la capacidad de despojarse, en el movimiento de abajarse, de ponerse a nuestro nivel, de ofrecerse y proponer un diálogo. Dios está empeñado en conversar con nosotros, lo ha intentado “en distintas ocasiones y de muchas maneras”. Por fin, ha hablado de manera clara y directa, mandándonos no misivas y emisarios, sino a su propio Hijo, su Palabra misma. Al asumir nuestra carne, nuestra concreción humana, que es también nuestra limitación, Dios se hace definitivamente cercano y accesible, pero también se hace débil y vulnerable. Dios asume riesgos para acercarse a nosotros humanamente, y nos ofrece un diálogo al que podemos responder sólo libremente: aceptando o rechazando. Podemos (este es nuestro poder) acoger o rechazar, abrir las puertas o expulsar de nuestro territorio al Dios que viene con la mano tendida.

Muchos son los signos que dicen que, pese a venir a “los suyos”, éstos no lo han recibido, no lo reciben, lo rechazan y expulsan. Así fue en tiempos de Jesús, así ha sido de múltiples formas a lo largo de la historia, así está siendo también en nuestros días, en que con mil excusas, con buenas palabras (políticamente correctas) o, también, con malos modos y violencia, no se quiere escuchar esta Palabra, no se quiere aceptar esta mano de carne, no se quiere ver esta luz. Preferimos nuestro poder aparente, poder destructivo y oscuro, que nos ofrece una seguridad engañosa pero que nos evita riesgos.

La Palabra poderosa por la que todo fue hecho se ha hecho niño, rostro, uno de los nuestros, se ha hecho carne, carne débil y trémula, aterida, hambrienta, necesitada de unos brazos que la acojan (los brazos de María, pero que también pueden ser los nuestros), y amenazada por manos que quieren acallarla y suprimirla, ha sometido su poder benéfico al riesgo de los poderes oscuros de este mundo. Sin embargo, la Palabra no se ha hecho carne en balde. Aunque encarnado, limitado, vulnerable y en situación de riesgo, el poder de Dios no deja de ser un poder real, positivo, creador, luminoso, comunicativo. Encuentra también eco, acogida y aceptación. Los que ven esta luz, tocan esta carne y escuchan esta Palabra se encuentran participando del poder mismo de Dios: no de un poder político, económico o militar, sino de ese poder propio de la Palabra por medio de la cual todo se ha hecho: es el poder de ser hijos de Dios en el Hijo Jesucristo, Palabra encarnada. Es un poder que nos purifica, nos renueva por dentro, nos devuelve la dignidad con la que Dios, en el principio creo todo muy bien, muy bueno, y que nosotros hemos debilitado y manchado por el pecado. Los que hemos recibido este poder por la fe y el bautismo adquirimos la capacidad, ni más ni menos, de actuar como el mismo Dios, con su mismo poder: la capacidad de inclinarnos ante el necesitado, de abajarnos sin violencia, de ir al encuentro y establecer un diálogo, de dar vida, dando la propia vida, de asumir riesgos sin temor a las consecuencias. Los que acogen esta Palabra hecha carne participan del poder creador de Dios que es el Amor, y por eso no se aíslan de los demás, sino que al contrario, se ponen en pie y van al encuentro de todos para hacerles partícipes de la gran noticia, realizando en sí la luminosa profecía de Isaías: “Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la Buena Nueva”.