Comentario al Evangelio del

Enrique Martinez, cmf

 

NO SOY DIGNO


 

           La cercanía de la fiesta del Corpus me invita a detenerme en esas palabras del centurión romano, que repetimos en cada Eucaristía, momentos antes de acercarnos a comulgar: «Señor, quién soy yo (no soy digno) para que entres bajo mi techo, basta con que lo digas de palabra... y mi criado quedará sano». 

            En otro tiempo no tan lejano se ponía casi como condición para acercarse a comulgar el haberse confesado antes, además de haber guardado debidamente el ayuno previo de una hora. Algunos piensan que hoy nos hemos marchado al otro extremo: que hoy se acerca cualquiera a comulgar sin haberse confesado vaya usted a saber desde cuándo, y que lo del ayuno previo muchos ni se acuerdan... con lo cual, la «gente» se acerca a comulgar de cualquier manera. Seguramente que el ayuno previo (que sigue vigente en los cánones de la Iglesia) quería ayudar a una preparación interior remota: una hora no es mucho tiempo, teniendo en cuenta que en otros tiempos más antiguos se exigía bastantes más horas. Y esta claro que no es coherente acercarse a recibir la Eucaristía, si se tiene conciencia de haber roto gravemente la comunión con Cristo o con los hermanos... (que es distinto de «tener que» confesarse antes, «para» poder comulgar). 

           No pretendo suscitar un debate sobre estos puntos. Pero tengo la impresión de que esas «medidas», aunque se siguieran, y aunque puedan tener su significado, no nos ayudan a ser «dignos». Porque nunca somos «dignos» de que el Señor entre en nuestra casa. Y tampoco estoy queriendo que se recupere aquella insistencia desorbitada y obsesiva de sentirse pecadores, miserables, escrupulosos  y poca cosa, felizmente superada. 

          Lo que sí me parece es que nos hemos acostumbrado a recibir al Señor en nuestra casa como lo más natural del mundo. Que hemos perdido la capacidad de sorprendernos de que el Señor quiera habitar en nosotros, haciéndose nuestro huésped, para dialogar con nosotros, para que lo llevemos con nosotros allá donde vayamos, para que viva con nosotros cada segundo de nuestra vida. Nos parece tan «comprensible» que Dios haya querido hacerse pan y vino, que podamos encontrarle en esos sencillos dones de la tierra y del trabajo de los hombres. Y aún más sorprendente, que no pocos cristianos lo consideren como «algo no imprescindible» para ser cristianos, como algo que es suficiente recibir de vez en cuando, cuando nos apetece... como si fuera un «derecho» nuestro elegir cuándo nos viene bien encontrarnos con el Pan Vivo bajado del cielo para darnos la vida.

          Creo que debiéramos estremecernos, asombrarnos, sobrecogernos, gozarnos y agradecer al Señor que sea él (y sólo él) quien haya decidido que seamos sus amigos («no me elegisteis vosotros»), hacernos «dignos» de ser Cuerpo suyo, presencia suya en nuestro mundo. 

        No quiero alargarme más: Quizá un buen rato de silencio orante «masticando» despacio estas palabras de aquel pagano que tenía más fe que muchos israelitas... para despertar en nosotros actitudes nuevas («¿quién soy yo?») al acercarnos a recibir en nuestra casa al que puede sanarnos, consagrarnos, acompañarnos, ayudarnos a cargar con nuestras dolencias y enfermedades, habitarnos... 

El Cuerpo de Cristo. Amén. 

Enrique Martínez, cmf