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Vosotros sois mis amigos

Severino-María Alonso, C.M.F. -
«Quiero que me concedas
este nombre; el más bello
por su infinita y clara paz: AMIGO»
(J. Mª. Pemán)


1.-Nombre propio

"A vosotros os he llamado amigos" (Jn 15, 15). Llamar, por parte de Dios -por parte de Jesús-, no es simplemente pronunciar un nombre. Es crear la realidad significada por el nombre pronunciado. Porque la llamada divina es siempre eficaz, creadora de ser. Nunca es una palabra vacía. Por eso, ser llamados por Jesús es de verdad ser, comenzar a existir.

Es de veras aleccionador y sugerente recordar la signi­ficación bíblica del nombre. Para un semita, el nombre propio es un elemento esencial de la personalidad del hombre o de la mujer que lo lleva. El nombre constituye y define a la persona. Es su doble. La hace inteligible y la da a conocer por dentro. El nombre no es sólo una contraseña o un distintivo, sino también y sobre todo un lema, un programa de vida, la expresión de una vo­cación o de un destino, un quehacer irrenunciable y una profecía en acción. Salvarse es tener inscrito el nombre en el libro de la vida. Borrar el nombre de ese libro equivale a condenarse, que es perderse para siempre.

Hasta se llegó a pensar que el nombre tenía un poder mágico, una fuerza de encantamiento. Conocer el nombre propio de alguien -incluso el nombre de Dios- suponía tener sobre él un cierto dominio y ejercer un secreto influjo.

En esta línea de pensamiento, resulta interesante y su­gestivo meditar sobre los distintos nombres que en­contramos en los escritos del Nuevo Testamento para designar a los discípulos de Jesús de Nazaret. La lista completa de estos nombres expresaría, en síntesis deiva, la índole propia, el ser y las actitudes básicas del verdadero cristiano. Evocar estos nombres no es ta­rea difícil y puede ser provechosa.

Ahora recordamos uno solo. Que es, como decía Pe­mán, «el más bello / por su infinita y clara paz: Ami­go». Tiene carácter de nombre propio -aunque sea co­mún a todos-, porque es estrictamen­te personal y sus­tantivo. Es aplicable, de hecho y de derecho, a cada uno en particular. Y sin metáfora. El amigo auténtico -el que merece de verdad este nombre- es siempre único, pero no en el sentido de exclusivo, sino en el sentido de inconfundible. Cada amigo es realmente inconfundible. «A nadie te pareces desde que yo te amo», dice el es­pléndido verso de Neruda.


2.-El nombre de amigo

El nombre de amigo es, en realidad, nuestro más ver­dadero nombre. Revela y expresa nuestra vocación más fundamental, porque hemos sido pensados, queridos y creados por Dios -en Jesucristo- para ser sus amigos. La creación, de hecho, no tiene ni ha tenido sentido ple­no en sí misma. Existe en función de la alianza, es decir, de la amistad de Dios con el hombre. La alianza es ra­zón intrínseca de la creación, y la creación es razón ex­terna -condición y pretexto-de la alianza.

Dios no nos ha creado por el deseo de tener «criatu­ras»; ni siquiera por el deseo de tener «siervos», sino para tener amigos, extendiendo hacia fuera de sí mismo y comunicándonos la propia Amistad que define el mis­terio trinitario. Porque Dios es constitutivamente Amis­tad: Amor recíproco entre Tres Personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo, con la máxima reciprocidad e intensidad posible. Y ha decidido, por libre iniciativa amorosa, abrir gratuitamente esa Amistad. Por eso y para eso ha creado al hombre, nos ha creado a cada uno de no­sotros, estructurándonos por dentro -ontológica y psi­cológicamente- para vivir en Amistad. En Amistad con El y entre nosotros mismos. Dios nos hizo «a su imagen y semejanza» (Gén 1,26 s.).

San Pablo llama misterio al designo eterno de Dios de salvar al hombre en la Persona de Jesús, en cuanto en­carnado, muerto y resucitado. Es un plan inteligente, libre y amoroso sobre cada hombre, uniéndole y rela­cionándole con los demás. Por eso es personal y comu­nitario, al mismo tiempo. El amor de Dios une siempre y no separa nunca. Por pura iniciativa suya, desde toda la eternidad, nos ha elegido en la Persona de su amado Hijo para que seamos hijos y amigos suyos (cf Ef 1,3‑12).


3.-Ejercicio de reconocimiento

Es conmovedor y suscita inevitablemente el asombro pensar que nosotros, criaturas tan frágiles, va­lemos más y contamos más para Dios que todo el gigan­tesco universo material. Debemos hacer un serio ejerci­cio de reconocimiento: Caer en la cuenta agradecida­mente de esta gran verdad, creer en el Amor personal, gratuito y entrañable con que Dios nos ama, sabernos cada uno implicados en esta elección y en esta predilec­ción, desde antes de la creación del mundo, y sin mérito alguno por nuestra parte.

Fácilmente cedemos a una sutil y grave tentación: Pensar que Dios nos ama «en grupo», con amor «gene­ral», es decir, impersonalmen­te. Creer que, en el plan de Dios -en el misterio--sólo entran las grandes figu­ras, lo santos, y que los demás- cada uno de noso­tros--sólo entramos de un modo anónimo e imperso­nal. Ahora bien, esto es una herejía. Una de las más fu­nestas herejías, que destruye por su misma base la auténtica relación del hombre con Dios. Un amor neu­tro o impersonal no es amor. Porque contradice la esen­cia misma del amor verdadero, que es una relación de tú a tú. Y que, en nuestro caso, arranca siempre de la libre iniciativa de Dios y que, por eso, supone gratuidad ab­soluta.

Porque el amor de Dios es infinitamente gratuito -sólo ama por Amor- no puede estar recortado o condicionado por nuestros problemáticos méritos, y es indefectible.

Deberíamos meditar, hasta convertir en vivencia per­sonal, las afirmaciones del Concilio Vaticano Il:

«La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. Desde su nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios: Pues sólo existe porque Dios lo ha creado por amor y por amor lo conserva siempre, y sólo vive plenamente según la verdad cuando reconoce libremente ese amor y se entrega a su Creador" (GS 19).

«Este propósito dimana del amor fontal o caridad de Dios Padre... Creándonos por un acto de su excesiva y misericordiosa benignidad, y llamándonos además graciosamente a participar con él en la vida y en la gloria, difundió con liberalidad y no cesa de difundir la bondad divina» (AG 2).

«El Padre Eterno, por una disposición libérrima y ar­cana de su sabiduría y bondad, creó todo el universo, decretó elevar a los hombres a participar de la vida divi­na» (LG 2).

«La vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, divina» (GS 22).


4.-Jesucristo: El Amor y el Amigo

Jesucristo es la prueba y demostración suprema del Amor que Dios es y del Amor que Dios nos tiene. Es la máxima revelación de Dios como Amor-Amistad. Y la epifanía máxima del Amor, de la ternura, de la misericordia de Dios para con los hombres1.

Dios, en Jesucristo, se nos revela como Amor y como Amigo. El amor del Padre al Hijo es el principio del amor del Hijo a los hombres. Y el amor del Hijo a los hombres -sus hermanos- es principio y norma última del amor de los hombres entre sí. El amor del Hijo -o del Padre por el Hijo en el Espíritu- es la causa, el modo y la medida del amor mutuo de los cristianos2.

Jesús llama a sus discípulos amigos. Cada creyente en Jesús es, para él, un verdadero amigo. La fe es una amistad. Es confiar infinitamente en Cristo, creer en su amor personal y entregarse a él sin reservas, definitiva­mente. Jesús condensa y resume -en latido humano- todo el Amor‑Amistad de Dios para con los hombres. Es la Ternura misma de Dios hecha visible y demostrada. Por eso, creer en Jesucristo es creer que Dios nos ama. Y creer en el Amor de Dios es creer en Jesucristo.

La amistad implica confianza y comunicación. Jesús no nos llama siervos, porque el siervo no está al corrien­te de los sectores de su señor. Nos llama amigos porque nos ha abierto de par en par su Corazón y nos ha comu­nicado todos sus secretos: todo lo que ha oído y todo lo que sabe del Padre3. Y nos ha dado la prueba decisiva de su amor, muriendo por no­sotros4.

Cada uno de nosotros tiene el derecho y el deber de repetir con San Pablo: «Vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gál 2,20).

Sabernos amados por Jesucristo -con esa certidum­bre inviolable que da la fe- es la más rica y sabrosa ex­periencia que podemos vivir. Una experiencia radical, porque toca las raíces mismas de nuestra persona, nuestra misma urdimbre, que es la afectividad o capaci­dad y necesidad de amar y de ser amados. Por eso, la amistad personal con Jesús -que consiste fundamental­mente en creer en su Amor y en dejarnos amar por él- puede reestructurar desde dentro nuestra misma psicolo­gía y crear en nosotros el verdadero equilibrio, la in­tegración y la paz.

"¿Quién nos separará del amor de Cristo?", pregunta San Pablo. Y responde lanzando un formidable reto: "En todo esto salimos vencedores gracias a Aquél que nos ha amado. Porque estoy seguro de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presen­te ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura ni la pro­fundidad, ni otra criatura alguna podrá separarnos del Amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro" (Rom 8,35‑39).


5.-Creer en el Amor: Dejarse amar

En última instancia, todo se reduce a creer en el Amor, a dejarse amar, consintiendo en ese Amor, hasta lograr una convicción total que embargue a la persona entera. Entonces comprende­remos, por experiencia, que dejarse amar es la mejor manera de amar y que creer in­violable­mente en el Amor personal de Jesús es la supre­ma manera de vivir en fidelidad. Porque nosotros nunca sabemos si le amamos de verdad; pero sabemos con cer­tidumbre absoluta que él nos ama. Creer que él es fiel, es para nosotros ser fieles.

La vida religiosa, por su especial radicalidad, es tam­bién una forma radical de Amistad con Jesús y entre nosotros. No nace de nuestra iniciativa, sino de la suya. No le hemos elegido nosotros a El, sino que El nos ha elegido a nosotros y ha pronunciado sobre cada uno el nombre propio de Amigo, llamándonos a seguirle y a compartir su mismo estilo de vida. «La vida religiosa es una Amistad, ha recordado Juan Pablo II, una intimi­dad de orden místico con Cristo» (31‑V‑1980). Es "una Alianza de amor esponsal" (RD 8).

Sin embargo, mu­chas veces, hemos vivido nuestra consagración en lógica de contrato jurídico, no en la lógica, cada día más exi­gente y cordial, de la Amistad‑Alianza. En esta lógica, debemos vivir nuestra vida religiosa en una real «trans­posición de acento»: Vivirnos a nosotros mismos desde Jesús. O, más bien, permitir que sea Jesús mismo quien en nosotros viva, conscientes de que Jesús no suplanta nuestra personalidad, sino que la afirma y la confirma.

Cuando podamos decir, como San Pablo: «Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20), y en la medida en que lo podamos decir, sere­mos de verdad nosotros mismos, los hombres o las mu­jeres que Dios, desde siempre, ha pensado y querido. Si hemos sido predestinados a reproducir en nosotros la imagen de Jesús (cf Rom 8,29), consistimos en parecer­nos a él. Por eso, cuanto más nos parezcamos a él sere­mos más de verdad nosotros mismos.

Desde nuestra misma experiencia, comprobaremos y proclamaremos a todos los vientos la verdad de la vigorosa afirmación del Concilio:

"El que sigue a Cristo, Hombre perfecto, a sí mismo se hace más hombre" (GS 41).

Nadie ha realizado, mejor que María, esta plena y cabal identificación con Jesús. Ella fue, de hecho, "una pura capacidad de Jesús, llena de Jesús". Por eso, fue plena y cabalmente Ella misma, la Mujer -bendita entre todas- pensada y querida por Dios desde siempre. Por eso, Ella -en su Hijo y con su Hijo- es realización y profecía de la nueva humanidad.

María es también revelación y expresión 'sacramental' del Amor de Dios. En María, Dios nos ama con amor maternal. María es como un sacramento -signo sensible y eficaz- del amor que Dios nos tiene.

La relación personal y entrañable con María-Virgen, Madre, Hermana y Amiga, en amor filial, fraterno y amistoso, es la mejor escuela de Amistad personal con Jesucristo y con los demás, y maduración e integración de la afectividad.     
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