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Ver la resurrección

Ron Rolheiser (Traducido por Carmelo Astiz, cmf) | -
Dios nunca sofoca, nunca tuerce los brazos de nadie, nunca presiona despóticamente hacia algo de forma que te quite la libertad. Dios respeta nuestra libertad y nunca se convierte  en fuerza coercitiva.  

Y en ninguna otra instancia es esto tan verdadero como en lo revelado en  la resurrección de Jesús. Los Evangelios nos aseguran que, como su nacimiento, la resurrección fue física, real, no precisamente una especie de alteración interior en la conciencia de los creyentes. Después de la resurrección  -se nos asegura-  la tumba de Jesús estaba vacía, la gente pudo tocarle, él comió con ellos, no era un fantasma.

Pero su resurrección de entre los muertos no fue como una bofetada brutal a sus críticos, o como un acontecimiento no-negociable que dejara a los escépticos sin palabra. La resurrección no causó gran sensación. No fue un acontecimiento espectacular que estallara en el mundo como la noticia más sorprendente en el noticiero de la noche.  Este hecho tuvo la misma dinámica que la encarnación: Después de resucitar de entre los muertos, a Jesús le vieron algunos, pero no otros; le comprendieron algunos, pero no otros. Algunos entendieron su significado y eso cambió sus vidas, otros permanecieron indiferentes ante él, y algunos otros comprendieron lo que había ocurrido,  pero dejaron endurecer sus corazones en contra de ello, e intentaron eliminar la verdad.

Hay que notar cómo esto muestra un paralelo casi perfecto con lo ocurrido en el nacimiento de Jesús. El niño de Belén era real, no un fantasma; algunos lo vieron, pero otros no, y algunos comprendieron el acontecimiento, pero otros no. Algunos entendieron su significado  y esto cambió sus vidas; otros permanecieron indiferentes, y sus vidas siguieron como antes; mientras otros (como Herodes) percibieron su significado,  pero dejaron endurecer sus corazones en contra  e intentaron eliminar al niño.

¿Por qué esta diferencia de reacciones? ¿Cuál es la causa de que unos vean la resurrección y otros no? ¿Qué es lo que les permite a algunos comprender el misterio y abrazarlo, mientras otros se quedan indiferentes o lo odian?

Hugo de San Víctor solía decir: ¡El amor es el ojo! Cuando miramos cualquier cosa con los ojos del amor, vemos correctamente, comprendemos, y nos apropiamos adecuadamente de su misterio. Lo contrario es también verdad. Cuando miramos cualquier cosa con ojos cansados, cínicos, celosos, o amargados, no vemos correctamente, no comprendemos, y no nos apropiamos adecuadamente de su misterio.
 
Percibimos esto claramente en la forma cómo el Evangelio de Juan describe los acontecimientos del Domingo de Pascua. Jesús ha resucitado, pero, en primer lugar, solamente una persona impulsada por amor, María Magdalena, sale en su búsqueda. Los otros permanecen como están, encerrados en su propio mundo. Pero el amor busca a su amado, y María Magdalena sale, con los perfumes en la mano, queriendo al menos embalsamar el cuerpo muerto de Jesús. Encuentra la tumba vacía y regresa corriendo a Pedro y al discípulo amado, y les anuncia que la tumba está vacía.  Los dos se echan a correr juntos, hacia el sepulcro,  pero el discípulo a quien Jesús amaba deja atrás a Pedro y llega a la tumba primero, pero no entra, espera a Pedro (autoridad) para que entre él primero.

Pedro entra en la tumba vacía, ve los lienzos que habían cubierto el  cuerpo de Jesús, pero no entiende.  Entonces el discípulo amado  -¡amor!-  entra en el sepulcro. Ve y comprende realmente. El amor capta el misterio. ¡El amor es el ojo! Es el que nos permite ver y comprender la resurrección.

Por eso, después de la resurrección, algunos vieron a Jesús, pero otros no. Algunos entendieron la resurrección, mientras otros no. Los que tenían ojos de amor vieron y comprendieron. Los que no tenían ojos de amor o bien no vieron nada o se quedaron perplejos o contrariados por lo que realmente vieron.

Hay muchas maneras de ser ciegos. Recuerdo un Domingo de Pascua, hace años, cuando yo era estudiante recién graduado en San Francisco. Aquel año el Domingo de Pascua cayó tarde y era un día primaveral, espectacularmente bello. Pero ese mismo día yo estaba ciego mayormente a todo lo que me rodeaba. Yo era joven, sentía morriña, me sentía solo el día de Pascua, y abrigaba una tremenda angustia y congoja. Aquello coloreaba todo lo que yo estaba viendo y sintiendo. Era Domingo de Pascua, primavera, a plena luz del sol, pero, según lo que yo estaba viendo, hubiera podido ser muy bien medianoche, Viernes Santo, pleno invierno.

Solo y afectado por la angustia, me di un paseo para calmar mi inquietud y congoja. A la entrada de un parque, vi un a un mendigo ciego mostrando un cartel que decía: “Es primavera y soy ciego”. ¡Qué ironía! Y la ironía me fui útil. Yo estaba ciego aquel día, más ciego que aquel mendigo, sin poder ver ni la primavera ni la resurrección. Lo único que yo veía eran las cosas que reflejaban lo que estaba pasando dentro de mi propio corazón.

¡Cristo ha resucitado, aun cuando no le veamos! No siempre nos damos cuenta de la primavera. Lo milagroso no se impone a sí mismo sobre nosotros. Está ahí, ahí para que lo veamos, pero depende principalmente de lo que está pasando en nuestro corazón para verlo o no, o para percibir exactamente lo que vemos.

    
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