Una plaza mas o menos redonda

La plaza era más o menos redonda. Tenía siete árboles viejos, que habían sobrevivido a todas las obras. Tenía cuatro bancos de madera. Tenía una fuente. Tenía cinco farolas, a cuyo talle se se abrazaban cinco papeleras. Y nada más. La plaza más o menos redonda no tenía nada más.
Los siete árboles daban sombra a las personas y servían de hogar a un centenar de gorriones.
En los cuatro bancos de madera la gente se sentaba a merendar, a leer el periódico, a mirar a los demás, a dibujar corazones atravesados por las flechas del amor.
Alrededor de la fuente jugaban los niños: atascaban el desagüe de la pileta con tierra y abrían el grifo hasta que se formaba un charco grande.
Las cinco farolas se encendían al atardecer y las amorosas papeleras siempre estaban llenas de envoltorios de golosinas.
Algunas mañanas, Lola y Braulio, dos gitanos jóvenes, aparcaban su vieja furgoneta en la plaza y vendían melones. El pelo de Braulio parecía esculpido en carbón brillante. El delantal de colores de Lola no disimulaba su embarazo.
Todos los días, puntualmente, Manuel acudía a la plaza más o menos redonda. Manuel era muy viejo y caminaba despacio, arrastrando los pies. Cada paso que daba le costaba un esfuerzo muy grande. Su rostro, lleno de surcos, parecía un campo áspero y recién labrado, en el que sólo brillaban las dos gotas de rocío que eran sus ojos.
Manuel había vivido siempre en el pueblo, en su casa grande y horizontal de adobe, muy cerca de la tierra. Pero cuando Elia murió, su hijo Manolo se lo llevó a vivir a su piso de la gran ciudad.
Se sintió extraño Manuel en la nueva casa, vertical y pequeña, en la que apenas había sitio para acomodarlo. Se sintió extraño con su hijo y su nuera, tan hacendosos. Se sintió extraño con sus nietos que no se despegaban del televisor. Se sintió extraño en aquel barrio donde todo el suelo era de asfalto y cemento.

Manuel siente que los cien gorriones le necesitan. De vez en cuando pasan por la plaza más o menos redonda los guardias. Pasan frente a Lola y Braulio, los gitanos que venden melones, pero no les dicen nada. Los guardias recuerdan el día en que les quitaron la fruta por vender sin licencia y Manuel comenzó a defenderlos. Al final, todo el barrio se puso de su parte y los guardias tuvieron que meterse a toda prisa en su coche con luces y sirenas y marcharse de allí.
Manuel piensa que Lola y Braulio le necesitan. Si alguien recrimina a los niños cuando encenagan la fuente y forman un charco, Manuel se levanta del banco muy enfadado y grita: "¡Dejen a los niños en paz! ¡Los niños tienen que jugar!" Los niños quieren a Manuel y a veces le han invitado a jugar con ellos.
Manuel piensa que los niños le necesitan. También piensa que le necesitan los enamorados que se besan en los bancos y pintan sobre los respaldos corazones atravesados por las flechas del amor.
Y cuando se encienden las cinco farolas, al atardecer, Manuel se levanta del banco y regresa hacia la casa de su hijo Manolo, vertical y pequeña, con su nuera tan hacendosa, con sus nietos que no se despegan del televisor, en medio de aquel barrio tan grande y sin tierra firme.
Y mientras se esfuerza por mover sus piernas, habla en voz alta con Elia:
— Tendrás que esperar un poco más. Esta plaza más o menos redonda es lo único con sentido que le queda a este barrio. Y temo que, si yo me marcho, desaparezca también. Tengo que quedarme un poco más, pero no te impacientes, cariño.
Ilustraciones de Fuencisla del Amo
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- ¿Qué es lo que hay en tu vida que hace que ésta merezca la pena? ¿Qué desaparecería si tú no estuvieras? ¿Quién te necesita?
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